Escribí “Brasil: ¿el nuevo héroe de Internet?” en Brando de enero.
La nota:
Los mapas, en la historia, cambian. A veces por guerras, otras por diplomáticos que firman un papel y otras por bombas, pero no de las que explotan, sino de esas informaciones que salen a la luz y obligan a pararse de un lado o del otro. Eso pasó en 2013 cuando Edward Snowden, un consultor informático que trabajaba para la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (NSA), mostró lo que suponíamos: Estados Unidos recopila información de casi todos los ciudadanos del mundo, bajo su territorio o no, presidentes o gente común: vos, yo, cualquiera.
Tras el escándalo, dentro de Estados Unidos no sucedió una revolución, tal vez por una culpa masivamente colectiva: después de la caída de las Torres Gemelas, casi todos los ciudadanos estadounidenses estuvieron de acuerdo en atrincherarse contra el terrorismo, garantizando la Homeland Security. Sin embargo, afuera, en el sur, alguien dijo “conmigo no, Barack, a mí no me vas a leer los mails”. Fue una mujer, la presidenta de Brasil, una de las cinco potencias que forman los BRICS, el bloque con el 43% de la población del mundo y el mismo PBI que Estados Unidos. Fue ella, Dilma Rousseff, la que se enojó mucho.
“Estamos ante un caso de invasión y, sobre todo, ante un caso de falta de respeto por la soberanía de nuestro país”, dijo, mirando al frente, usando las cámaras de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Y agregó: “Brasil sabe cómo protegerse. Brasil redoblará sus esfuerzos para contar con leyes, tecnologías y mecanismos que nos protejan de un modo adecuadamente contra la intercepción ilegal de comunicaciones y datos. Mi gobierno hará cuanto esté a su alcance para defender los derechos humanos de los brasileños y proteger los frutos surgidos del ingenio de los trabajadores de las empresas de Brasil”.
Dilma pidió, y pidió con motivos. En los últimos dos años, su gobierno sacó de la pobreza a 22 millones de brasileños, con economía social, con empoderamiento ciudadano. También le echó en cara al resto de los países que en Brasil hay paz: “Acá no hay terrorismo”, le dijo al gobierno de Estados Unidos, cuyo cine intenta encontrar Bin Ladens en la Triple Frontera. Dilma luego volvió a Brasilia y, en pocos meses, lanzó una serie de iniciativas de soberanía digital, dejando en claro algo obvio, pero escondido bajo la alfombra por años: ninguna decisión técnica de los gobiernos es políticamente neutral. Les dijo a todos que el espionaje de otros gobiernos, o empresas, podrá ser inevitable, pero al menos deberá tener leyes para evitar abusos a los derechos de la gente, no solo los digitales, también derechos humanos, como informarse y crear conocimientos.
En su plan de soberanía tecnológica, la presidenta de Brasil anunció crear redes de cables de fibra óptica independientes de la infraestructura dominante de Estados Unidos. Hay dos iniciativas en este sentido. La primera es la creación de un anillo de fibra óptica de la Unasur, con 10.000 kilómetros administrados por empresas estatales, para disminuir costos a los usuarios e independizar parte de la infraestructura del dominio estadounidense. La segunda, que avanza hacia 2015, es la integración en el proyecto BRICS Cable, una red de 34.000 kilómetros de cables interoceánicos que empezará en la ciudad rusa de Vladivostok, pasará por Singapur, Ciudad del Cabo y Fortaleza, entre otros lugares, hasta llegar a Estados Unidos.
Dilma también reveló que su canciller, Celso Amorim, y su par de la Argentina, Héctor Timerman, van a avanzar en un proyecto para combatir el espionaje y proteger recursos naturales estratégicos que involucra a las Fuerzas Armadas de ambos países. Además de lo físico, sumó los datos: propuso instalar servidores en el territorio brasileño, crear un servicio de mails brasileño con su propio sistema de encriptación y exigir a empresas como Google o Facebook el almacenamiento de información de usuarios de ese país en servidores locales. Es lógico: si los datos quedan en servidores de Estados Unidos, cualquier intromisión se rige por la ley de ese país, por lo que deja a los ciudadanos de otras naciones bajo una legislación ajena.
Pero Brasil fue aún más lejos -más que todos- y planteó una ley llamada Marco Civil de Internet, que existía como proyecto desde 2009, pero que el impulso soberano-tecnológico logró reflotar. Rebautizada como la “Constitución de internet para Brasil”, es un marco regulador que busca proteger la neutralidad de la red, la libertad de expresión y la privacidad de los usuarios y, además, incluye propuestas de gobierno abierto. La ley fue discutida masivamente en foros de debate con la sociedad civil y a través de la red, y luego enmendada perdiendo su potencia inicial, con el objetivo de generar consenso para aprobarla. Aun así, sigue siendo una herramienta avanzadísima en términos de derechos de internet. El PT de Dilma esperaba aprobar el Marco Civil antes de que finalizara 2013, pero las presiones lograron aplazarlo hasta este nuevo año.
En su audaz movida, Brasil ganó aliados y enemigos, como sucede en toda guerra. Un mes después del discurso de Dilma en la ONU, se reunieron en Montevideo las principales organizaciones del gobierno de internet (ICANN, Internet Society y W3C, entre otras) y firmaron una declaración apoyando la potencia sudamericana, preocupados por el avance del plan de vigilancia de Estados Unidos. El documento fue histórico, porque algunas de esas organizaciones pertenecen y responden al sistema de las Naciones Unidas y al complejo militar estadounidense, que son quienes están dictando, desde principios de 2000, la ley de internet, conocida como “Gobernanza” (en cuya creación también hay actores privados, de la sociedad civil y de la comunidad técnica). Estas organizaciones fueron muy criticadas por los activistas de internet, pero este año decidieron ponerse -o, al menos, expresarse- a favor de un país que propone defender una red libre.
Del otro lado, Estados Unidos respondió. No en la ONU, claro. Pero sí por medio de los que suelen reflejar sus intereses. La semana siguiente a la arenga de Dilma en la Asamblea General, la tapa de The Economist fue el Cristo Redentor de Río de Janeiro prendido fuego, cayendo de un morro para estrellarse en el suelo carioca. La excusa era la desaceleración de la economía (sin decir nada del repunte de los indicadores sociales), la inflación y las protestas en las calles, que ocuparon los medios en junio. Pero todo apuntaba a Dilma: suya -y solo suya- era la culpa de cada mal del país.
Un mes más tarde, llegó la culpa explícita, en letras del Financial Times: “Brasil está yendo demasiado lejos con la seguridad de Internet”, titulaba el periódico del establishment económico. Tras recordar que el país no debería ponerse en contra de Internet porque es el segundo en cantidad de cuentas de Facebook en el mundo, la nota, sin firma, seguía: “El proteccionismo de Rousseff con la web es malo para su país. Le resta competitividad y daña su sector tecnológico. Va a sufrir. Rousseff debería pensarlo de nuevo”.