Cámaras de Street View: ¿el fin de la privacidad?

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Publicada en La Nación, 18 de octubre de 2014.

En 1998, a los 18 años, me mudé de La Plata, mi ciudad natal, a Buenos Aires. Lo que más disfruté en los primeros años fue la sensación del anonimato, de ser extranjera entre tanta gente, algo común que sentimos los que venimos “del interior”. Me deleitaba ese parecido a estar de viaje, que viene con liberarse de miradas ajenas, salir y volver a cualquier hora, con cualquier ropa y cualquier compañía, sin dar explicaciones. 

¿Dónde quedó ese placer de no ser nadie? Una parte seguramente quedó en  mi recuerdo de juventud, que transforma esa sensación de libertad en algo anhelado por el paso de los años y las obligaciones. Pero otra parte, también estoy segura, se la llevó un mundo en donde ya no podemos “ser nadie”. En los últimos años, la opción de salir a la calle sin pasar por la mirada de alguien no existe más. Aun si no nos cruzamos con ningún conocido, o nos cambiamos de vereda para evitar a alguien, ya no podemos evitar ser captados por otros miles de ojos que, en forma de cámaras, nos siguen, filman y controlan las 24 horas de cada día de nuestras vidas.

La principal razón de la universalización de la vigilancia, con las cámaras como fetiche, es la prevención y lucha contra el delito. Según un informe del periodista Félix Ramallo, en 2013 los porteños convivimos con tres mil cámaras distribuidas en distintos barrios, es decir, una cámara cada mil habitantes. Las instalan entre la Policía Metropolitana y el ministerio de Seguridad de la Nación, que en el último mes anunció la puesta en funcionamiento de otras cien en la Ciudad de Buenos Aires. El gobierno porteño centraliza todas nuestras imágenes en el Centro de Monitoreo de Barracas: allí estamos todos, paseando de la mano de alguien, sacando la basura en pantuflas, discutiendo con un amigo por celular, comiendo un alfajor, y cada tanto, también alguien robando un kiosco, o un banco. Las cámaras parecen invisibles, pero prestando atención incluso las pueden distinguir: las de la administración del PRO son las “domo” (unos círculos que graban 360 grados) y las del Gobierno Nacional son las típicas cámaras alargadas, con su visor cuadrado en la punta. Sin embargo, vivir rodeados de cámaras todavía no es una solución comprobada, según lo demuestran estudios internacionales.

Lo que es cierto es que, en el camino, perdemos cada vez más privacidad, que no es más que perder libertad. Pero no sólo la perdemos, sino que a veces también celebramos esa pérdida, y hasta tratamos a algunas de las aplicaciones de la vigilancia como pasatiempos colectivos.

El ejemplo más reciente sucedió en las últimas semanas con el lanzamiento de Google Street View (GSV), una aplicación basada en Google Maps, que permite recorrer distintos lugares del mundo con imágenes detalladas, en forma de película. La herramienta, creada por en 2007, ya estaba disponible en 140 ciudades, y el mes pasado se hizo pública también para Buenos Aires, Córdoba, Rosario y Mar del Plata, luego de filmar y recopilar sus calles (y su gente) con un camión pintado con los colores de la compañía y una cámara panorámica sobre el techo.

La aplicación es –efectivamente- divertida, por momentos adictiva, y especial para perder el tiempo en internet, el vicio universal de la época. Es lógico emocionarse encontrando la escuela de nuestra infancia, viajar por paisajes a los que nunca podríamos ir, o reírse de graffitis ingeniosos o pasacalles de amores desencontrados. La página de Facebook “Street View Argento” y la cuenta de Twitter @argentostreet lo demuestran: todos los días, cientos de personas envían sus descubrimientos de Street View con imágenes que van desde divertidos enanos de jardín o nombres de negocios graciosos hasta otras no tan alegres como redadas de la policía atrapando delincuentes o mujeres en situación de explotación sexual en una esquina. En ese punto, la tecnología que iguala todo al entretenimiento conlleva un problema: ¿podemos dar Like y reírnos de la misma forma de una situación o de otra? ¿Esa mujer expuesta a la explotación –o cualquiera de nosotros, sólo por caminar con una ropa extraña- no tiene también derecho a la privacidad?  Allí, el problema ya no es Google, sino cómo respondemos nosotros.

En el mundo multi-vigilado el derecho a la privacidad sigue siendo nuestro. Pero con una condición: que lo reconozcamos como tal y le demos algún valor. Sino, será de otros.

Como los mensajes que nos llegan al celular sin, como los términos y condiciones de un contrato que cambian sin avisarnos, las cámaras se fueron instalando en nuestra cuadra y en nuestra ciudad, sin que nadie nos preguntara si queríamos. Las aceptamos, como aceptamos muchas tecnologías a cambio de sus supuestas ventajas: comodidad, ahorro de tiempo, seguridad. Pero, más allá de que estemos convencidos de que pueden servirnos para mejorar nuestra vida en alguno de estos aspectos, no existe ningún debate sobre las consecuencias que tiene haber dejado de ser anónimos. Esa discusión –que no estamos dando- es muy importante: ¿dónde quedó nuestro derecho a no ser nadie, por un momento del día, como forma primitiva de la soledad, como impulso para imaginar nuevas ideas?

En su libro “Nudge: Improving Decisionsa bouthealth, wealth, and hapiness”, el economista Richard Thaler y el profesor de derecho Cass Sunstein describen un proceso llamado “arquitectura de las opciones”. En palabras sencillas, señalan que la estructura y el orden de las opciones que nos ofrecen influye enormemente en las decisiones que tomamos. Un ejemplo conocido es que los espacios de trabajo pueden pensarse para fomentar o reducir la creatividad. En otras palabras: no existen los diseños neutrales. Esto mismo pasa con las tecnologías y la vigilancia: ¿estamos pensando distinto a partir de ellas? ¿Nos estamos perdiendo de nuevas ideas al entrar en sus diseños? Es también esta idea, tal vez demasiado “filosófica” para nuestra vidas tan apuradas, otra a la cual debamos prestarle atención.

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