Dilma contraataca, un adelanto del capítulo 5 de Guerras de internet

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guerras_brando1Fragmento del capítulo cinco de Guerras de internet: “Dilma contraataca, San Pablo de la internet soberana”, publicado en Brando de septiembre de 2015. 

“Somos un equipo. Tenemos que pensar un plan y ejecutarlo con coraje. El coraje es contagioso”.

Las palabras de Jake Appelbaum son sagradas. Cuando él habla, el resto de los hackers y activistas lo escuchan con atención de líder en una reunión improvisada entre escritorios y escaleras en el Centro Cultural San Pablo. Son las cuatro de la tarde del 22 de abril de 2014. Esta noche, en el lujoso hotel Hyatt de Morumbi, al otro lado de la ciudad, se inaugura oficialmente Net Mundial, un gran encuentro que reunirá a gobiernos, organismos y activistas de todo el planeta para discutir el futuro de internet. Serán dos días de debate de la alta diplomacia de la Red para barajar nuevas cartas y trazar el plan de los próximos años, luego del tsunami generado por las revelaciones de Edward Snowden en 2013. 

Appelbaum, de 31 años, tiene la palabra. Con un libro en la mano, remera rayada y jean ajustado, anteojos de marco negro grueso, Jake es un nerd de trazos perfectos. Su mirada está atenta a cada movimiento del lugar y sus ojeras delatan que hoy durmió poco, pero su energía lo contradice. Frente al grupo de veinte personas a su alrededor, Jake habla en un inglés claro y pausado, algo afectado por el alemán de su hogar actual, Berlín. Le pide a un fotógrafo que evite tomar imágenes mientras discutimos y nos recuerda nuestro enemigo de mañana:

–Nuestro objetivo es Carl Bildt, el ex Primer Ministro de Suecia, que estará en la sesión de apertura de Net Mundial. Después de conocer que la NSA nos espía a todos, el tipo dijo ¡que la vigilancia masiva es necesaria! ¿Lo vamos a dejar hablar sin decir nada?

Jake sabe de qué se trata ser vigilado. El 29 de julio de 2010 fue detenido durante tres horas en una sala de interrogatorios en el aeropuerto de Newark, Nueva York, para saber si él, un miembro reconocido de WikiLeaks en Estados Unidos, conocía el lugar donde estaba escondido su amigo Julian Assange. En el momento de mayor tensión en la vida de la organización, Assange había sido declarado “el hombre más peligroso de Estados Unidos” y Appelbaum era uno de los pocos hombres en quien el líder de la organización confiaba.

***

Estamos en Brasil, donde la presidenta Dilma Rousseff convocó al resto de los países y a los actores involucrados en el manejo de internet a discutir cómo estamos usando la Red y cómo la queremos usar en el futuro. Estamos para debatir, durante dos días, cómo lidiar con un invento que puede transformarse en un arma: de construcción y de libertad, o de destrucción y de vigilancia. Pero, sobre todo, estamos en un punto de quiebre de la historia de internet: aquel que sigue después de las revelaciones de WikiLeaks y de Edward Snowden que mostraron con hechos y documentos oficiales que la Red también puede usarse con la intención de espiar a ciudadanos, perseguir a disidentes y esconder secretos de Estado. Es un punto de no retorno: internet ya no permite miradas ingenuas, excepto que decidamos ignorar todas las advertencias, incluidas las palabras del propio Assange: “Internet, nuestro mayor instrumento de emancipación, ha sido transformado en la más peligrosa herramienta de totalitarismo que hayamos visto. Internet es una amenaza a la civilización humana”.

Por eso, mientras discutimos qué funcionario será mañana el objetivo de la protesta, la imagen para llevar en alto no admite discusión: es la de Snowden. Cada integrante del grupo de protesta improvisado tiene una pila de máscaras de él en la mano. Cada una consiste en una fotocopia con su cara en hojas A4 blanco y negro con líneas punteadas para recortar a su alrededor, dos ojos para perforar, y dejar la vista atenta, y dos círculos pequeños cerca de las orejas para atar una cuerda de lado a lado y sujetarla a la cabeza. La consigna es guardar las máscaras en la mochila, mezcladas con otros papeles, y hacerlas pasar inadvertidas por los escáneres del hotel y las miradas de las fuerzas de seguridad.

–¿Quién tiene acreditación para entrar mañana al Hyatt con las máscaras y nos puede ayudar? –pregunta Jake–. A nosotros ya nos conocen y nos van a revisar todo.

Levanto la vista de mi libreta roja, alzo la mano y respondo rápido, como si fuera parte del grupo desde siempre:

–Yo me ofrezco. Soy periodista, soy argentina, estoy acreditada y todavía no hice nada demasiado peligroso. Voy a pasar sin problemas las máscaras.

El grupo me devuelve una sonrisa masiva y agradecida. “Great”, me dice Jake. “Thank you”, suelta una activista india. Algunos me dan la mano, otros me abrazan y una chica brasileña, la encargada de preparar la operación, me pregunta si tengo una mochila para llevarme ahora la pila más grande de fotocopias con la cara de Snowden. Estoy recién llegada a San Pablo, una ciudad de donde salís a la mañana sin saber a qué hora volvés. La mochila está llena de cosas: un desodorante, un mapa enorme, dos grabadores, una cámara, una camisa de jean contra el aire acondicionado del subte, unos zapatos formales que me cambio cuando necesito mejorar mi aspecto de periodista y entrar al Hyatt.

–Sí, algo de lugar me queda.

“¡Legal!”, me dice la activista local, y me da las máscaras. Hago lugar en la mochila y las guardo dentro de una bolsa de supermercado que me quedó del almuerzo. Desde ahora y hasta mañana no me puedo despegar de ellas. Tengo una misión: llevarlas a la ceremonia de inauguración y repartirlas entre los activistas. Ahora yo también formo parte del plan, que continúa organizándose:

–Mañana, el Hyatt va a estar lleno de cámaras. Tenemos que gritar “Gracias, señor Snowden, porque ahora vemos con claridad la gravedad del espionaje masivo”. Tenemos que advertirles a los funcionarios del mundo que no nos vamos a pasar dos días hablando de internet ingenuamente mientras los gobiernos de muchos países usan la Red en contra de la gente, con la excusa de defendernos del terrorismo.

Restaba una noche de descanso en el hotel y custodiar las máscaras de Snowden para que llegaran a los hacktivistas el día siguiente.

Ya en la habitación enorme, con vista al Shopping Morumbi, me acosté después de un día de dieciséis horas pero sin despegar los ojos de mi mochila, tirada sobre la mesa, con las máscaras. Aunque mi cuerpo quería dormir, me levanté para llevar más cerca de la cama la bolsa que guardaba las máscaras que serían fundamentales para la protesta.

Casi sonámbula, caminé por la alfombra iluminada por las luces del shopping que atravesaban el ventanal. Rescaté la mochila y la dejé a mi lado, dentro de la mesa de luz. Tenía en mis manos una responsabilidad: la cara de un hombre de mi generación que hacía unos meses, en Hong Kong, había dicho que no quería vivir en un mundo controlado, donde la tecnología fuera un arma aplicada sin consenso de la gente. Estaba con él. Pensaba como él. Soy de su generación, de la que todavía cree que la privacidad es un derecho básico, que es importante para muchas otras cosas, entre ellas para decir lo que pensamos, para hacer política. Por esa razón, esa noche debía cuidar las máscaras de Snowden que me habían confiado para que a la mañana siguiente aparecieran en todos los medios del mundo.

El 23 de abril, la cita es a las nueve para la acreditación formal de Net Mundial. El aviso es llegar temprano al Hyatt. Dilma estará allí a las diez. La seguridad presidencial es extrema e ingresar se convierte en un trámite engorroso. A las 9.45, los alrededores del hotel, que incluyen la sede paulista de la red de medios O Globo, se inundan de custodios. El operativo de seguridad anula toda señal en los celulares: está llegando la presidenta de Brasil para abrir formalmente el encuentro.

Termino la acreditación y llega el momento de pasar la mochila por el escáner de seguridad. Antes de apoyarla en la cinta, le sonrío al guardia. Adentro tengo las máscaras de Snowden, así que la apoyo y la tapo con el saco que llevo encima con la excusa del aire acondicionado del hotel. Afuera suenan las bocinas de la comitiva. Dilma ya está aquí. La seguridad se acrecienta. Me revisan el grabador, el cargador de baterías, los bolsillos del saco. Pero la pila de máscaras, todavía dentro de la bolsa de supermercado, pasa sin ser detectada. Al guardia le parecen papeles o simples fotocopias. Me pongo el saco, cargo la mochila y entro en la recepción. La primera parte de mi misión está cumplida.

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