Las batallas políticas de Netflix

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En tres fotos, la historia de Netflix se vería como un ascenso siempre en dirección al éxito. En la primera, en 1997, Reed Hastings y Marc Randolph descubren la fórmula del éxito: se dan cuenta que -al igual que con los gimnasios- la gente estaba dispuesta a pagar una tarifa mensual para alquilar DVDs, sin límite de tiempo para ver las películas ni para devolverlas. En la segunda, en 2002, Netflix llega al millón de suscriptores y comienzan a trabajar en el algoritmo que, con minería e inteligencia de datos sobre los consumos y preferencias de cada usuario, los transformaría en los líderes absolutos del mercado de streaming online. En la última, en 2015, la compañía acumula 70 millones de usuarios en 190 países del mundo (todos menos China), sus usuarios miran más de 100 millones de horas de sus contenidos por día y su CEO Reed Hastings ya forma parte de la lista de billonarios de Forbes (con 1.5 mil millones de dólares en su cuenta).

Sin embargo, como toda historia que suceda en el Silicon Valley de los emprendedores y en la California de Hollywood, la de Netflix no es sólo una de ascenso rotundo, sino también un derrotero de batallas políticas y judiciales para llegar (y permanecer) en la cima del mercado.

El éxito de Netflix es también su talón de Aquiles. Y el motivo es sencillo: cada vez más gente consume contenidos a través de su plataforma y de las de streaming de contenidos online. En números, esto representa que dos compañías mundiales (Netflix y YouTube) concentran el 55% del ancho de banda de internet se utilizada para consumir contenidos, especialmente de videos y películas. En Estados Unidos el porcentaje asciende al 70% y la mitad (el 35%) corresponde solamente a Netflix. Es decir, que 7 de cada 10 megas que se consumen en la Red se utilizan para “streamear”. El problema, entonces, también es simple: si una empresa se queda con la mayor parte de la conexión y las ganancias, hay otros que pierden. Esos perdedores se dividen en dos: las compañías de internet y las de entretenimientos, dos industrias antiguas, poderosas y con ganas de que nadie les quite los beneficios de sus negocios.

La guerra por los caños

Hace 20 años, en 1996, años se calculó por primera vez el número de usuarios de internet: éramos 40 millones. Hoy somos 3 mil millones, conectados en 194 países. Además de ser muchos, hoy usamos internet todo el día, desde cualquier lugar y desde más dispositivos. Sólo en América Latina, pasamos 13 horas por semana mirando videos online. ¿Por dónde pasan esas imágenes y sonidos que llegan a las pantallas? Por una red de caños, cables y fibra óptica. El problema es que esa Red queda cada año más chica y hay que expandirla para abastecer una demanda que crece a un ritmo desmesurado de entre el 40% y el 50% anual.  Y alguien tiene que pagar por esa inversión. Hasta hace algunos años, la inversión la hacían los proveedores de internet, en general, compañías de telecomunicaciones o cable (en Argentina son tres que concentran el 75% del mercado: Telecom, Telefónica y Cablevisión/Fibertel). Sin embargo, con el mayor y más intensivo uso de “caño” para satisfacer nuestra demanda, esos proveedores tuvieron que incrementar la inversión. Y a reclamar: ellos tienen que instalar más infraestructura, pero los mayores ingresos se los llevan los operadores como Netflix, Youtube (de Google) y toda una serie de compañías “over the top” (llamadas así porque “se suben” a la Red para brindar todo tipo de servicios online).

Entre 2012 y 2013, la guerra tuvo su momento de tensión, cuando los proveedores de internet decidieron “cortarle el chorro” del caño a varios servicios como el de Netflix. Los usuarios empezaron a percibir cortes o imágenes borrosas en las transmisiones. Como respuesta, la compañía de Hastings lanzó el “índice Netflix”, que mide y hace pública la velocidad de los proveedores de internet o cable/internet del mundo para decirle a los usuarios cuál de ellos les da mejor conexión para ver los contenidos (en Argentina, hace varios años gana Telecentro). Y después sentó a sus abogados a negociar. El resultado fueron una serie de acuerdos de “vías rápidas o preferenciales” entre la empresa de videos y los proveedores, que recibían y pago para mejorar la transmisión de sus contenidos.

Pero surgió otro problema: esos acuerdos violaban la neutralidad de la Red, que establece que los proveedores de internet no pueden discriminar intencionalmente el acceso a algunos contenidos en detrimento de otros. Se libró entonces una batalla legal, con epicentro en la Comisión Federal de Comunicaciones de Estados Unidos, que regula las prácticas de las compañías y limita los monopolios. El propio presidente Barack Obama, en  noviembre de 2014, se pronunció en favor de respetar la neutralidad: “Una Red abierta es esencial para la economía estadounidense y, cada vez más, para nuestro modo de vida”.

Luego de esta decisión en Estados Unidos, los proveedores de internet se decidieron por la vieja y famosa frase: “Si no puedes contra ellos, úneteles”, y ellos también comenzaron a crear sus propios servicios de streaming. También, nacieron otros, creados en conjunto entre empresas de entretenimientos como HBO y la empresa de televisión satelital Dish. Y una infinidad de oferta de servicios de video on demand: hoy son incontables los productos y aplicaciones en la web donde podemos pagar por acceder a streaming de contenidos de entretenimiento. La tendencia sigue avanzando: aun cuando la mayor parte de los hogares del mundo tiene un aparato de televisión, cada vez más personas dentro de esas mismas casas eligen cuándo, qué y dónde mirar sus propias películas, series o programas.

La batalla por el mercado

Pero las guerras no terminaron con poderosa industria de las telecomunicaciones. Con sus crecientes ganancias, Netflix comenzó a producir sus propios contenidos. Y también fue un éxito, que se basó en la big data, es decir, el análisis permanente de los gustos y preferencias de los usuarios para ofrecerles exactamente lo que quieren consumir hoy, pero sobre todo lo que van a querer mirar mañana.  Ese estudio también los llevó a adoptar la estrategia de lanzar las temporadas de las series en forma completa, desde el primer al último capítulo. Lo supieron a través del estudio del comportamiento de los seriófilos y torrents, que les indicaron que las series, en su boom de popularidad, se consumen con gula, un capítulo detrás de otro.

Con un modelo de negocios menos regido por la burocracia de los grandes estudios cinematográficos, una distribución basada en un sitio y una, Netflix sumó una estrategia de marketing precisa y millonaria, con las redes sociales como aliadas. Las campañas de expectativa y contenidos para internet acompañaron el crecimiento de House of Cards, Orange is the New Black y la reciente Narcos. Estrenada cada temporada el mismo día, el mismo segundo, para todo el mundo, el trending topic se vuelve natural. Y los suscriptores que trepan de a miles, también.

En favor de la compañía de Hastings, este marketing tampoco lo hizo olvidar de la calidad de los contenidos. Sus producciones ya recibieron 45 nominaciones a los Emmys, 10 a los Globos de Oro y dos a los Oscars. Eso también aumentó sus ganancias, y sólo en 2015 produjo 16 series originales. Pero lo que más preocupa a sus competidores es el target de su público: el 80% de quienes miran Netflix todos los días son millenials, la generación más valorada hoy para captar en sus consumos. La industria -los productores, estudios y canales que tradicionalmente se llevaban el mercado- tiembla. Y ya no le queda opción que adaptarse.

Los canales Comedy Central y Nickelodeon (del grupo Viacom), 21st Century Fox (de Rupert Murdoch), Disney, y otros grandes grupos de cable y emisoras de televisión, sufrieron pérdidas en el último año, frente a Netflix y los servicios de streaming. Saben que se quedaron atrás. John Malone, el mayor accionista en Discovery Communications, admitió que Netflix tomó por sorpresa a sus compañías, que durante años fueron productoras de éxitos y ganadoras de millones. Pero ellas (tal vez alertadas por las guerras en las que la compañía de Hastings ya fue victoriosa) saben que la salida no es enfrentar al gran competidor. Saben que, como ya sucedió con la industria de la música, la salida es reinventarse y dejar de buscar ganancias extraordinarias con pocas figuras. El modelo es el de Hastings: ir paso a paso, ganando pequeños mercados, hasta conquistar el mundo.

(Publicado en revista Brando – Febrero 2016)

 

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