La conversación imposible

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La arquitectura y la economía hiperconcentrada de las plataformas, sumada a los
efectos psicológicos de la conversación en las redes, polarizan el debate público.
Esta tendencia casi natural a ensanchar la grieta puede, sin embargo, moderarse
con una estrategia política.

 

Por Natalia Zuazo*

Publicada en abril de 2019 en Le Monde Diplomatique Edición Cono Sur

 

Si la grieta está en la sociedad, llevarla a las redes sociales sólo asegura convertirla en un cráter. Las instrucciones son sencillas. Hay que abrir Twitter, ir a la columna de la izquierda, buscar los trending topics (los temas más conversados del día) y allí estará la respuesta. La plataforma de mensajes en 280 caracteres, con 11 millones de usuarios en la Argentina, se encarga de devolver la composición. De un lado, los que piensan algo sobre ese tema. Del otro, los que piensan lo contrario. En el medio –donde se debate algo más-, algunas pinceladas dispersas que pasan desapercibidas para medios y titulares. Por cada tema que se arroja en la red, Twitter (la red social más politizada y la que crece en volumen de mensaje durante los años electorales) funciona como un cuarto cerrado con dos grandes ventiladores que se encargan de expulsar el diálogo hacia uno y otro extremo de la sala.

Una década después de la explosión de las redes sociales, ya instaladas en el debate político, el mito liberal consenso democrático –si algo de él quedaba- pierde lugar si se va a buscar algo del debate que debe sustentarlo a los medios digitales que, algunos años atrás, proponían nuevas formas para comunicarnos. Pero con plataformas que hoy son monopolios de información y escaso diálogo, no todos los que se dicen demócratas están tristes con esto: algunos incluso festejan y basan su estrategia en esta polarización. Y otro grupo, que todavía cree en una democracia con alguna posibilidad de deliberación, hoy tiene una tarea difícil: descifrar cómo se hace política con tecnologías que no contribuyan a profundizar más la grieta.

Diez años atrás, planear una campaña electoral desde la comunicación requería elegir a un consultor político, a un equipo de encuestadores, tener un buen jefe de prensa, dominar la imagen en los medios y construir un discurso sólido. Había televisión, radios, diarios y un mapa por lugares a visitar. Con la aparición de las redes sociales y los medios digitales, ya no basta con eso. El asesor de campaña puede marcar un rumbo, las encuestas pueden dar una parte del mapa de preferencias y el encargado de medios conseguir la nota en el programa de la noche que todos miran. Pero la conversación ya no terminará allí. En las redes hoy también se encuesta sobre lo que se dice, pero también se puede entender lo que no se dice, a través de preferencias, de megustas, de compartidos e interacciones. La entrevista del prime time no sólo es televisada, sino comentada en tiempo real, convertida en hashtag, en meme, en editados de YouTube y en notas compartidas por otros que la transforman en algo que no fue lo que quiso ser.

El consultor político ya no basta. El éxito político hoy requiere del dominio de una estrategia tecnológica. Pero esa pericia es casi artesanal: se trata de liderar recursos humanos formados en las matemáticas, el cine, las ciencias sociales y la planificación exhaustiva del tiempo para mantener el control de cada palabra que se publica. La paradoja es que ese trabajo híper profesionalizado que hoy requiere una campaña digital lucha contra un enemigo que parece irracional: la polarización de las redes en esta fase de grandes plataformas digitales que controlan el discurso público.

Si los años kirchneristas tuvieron en 678 su programa insignia, ese que a la hora de la cena mostraba lo que los medios hegemónicos ocultaban, durante el macrismo Intratables funciona como el programa preferido de la época. Su idea de “hablar de política” es la de un eterno retorno: la conclusión de que todos los gobiernos son iguales en hacernos padecer la vida cotidiana. El nombre de los invitados de la noche pueden cambiar, pero el programa siempre terminará en ese mantra, que nos culpa a los argentinos de nuestros males. Abrir las redes sociales, por momentos, puede llevarnos por el mismo camino. Deslizar el dedo por la ruedita de actualizar podrá darnos información nueva cada vez, durante todo el día. Le pediremos al feed que nos muestre más noticias y siempre habrá algo nuevo disponible. Todo lo que leeremos estará de acuerdo con nosotros. Cerraremos la aplicación sin muchas ideas nuevas, pero con la sensación de habernos informado. Eso sí, nos iremos a dormir con algo más de bronca. Al otro día, al despertar, las alertas de noticia tendrán más indignación para ofrecer.

 

El chip implantado

Las redes sociales crecieron en su uso masivo a partir de 2009. En términos de las democracias, son un chip implantado muy tardíamente, incluso cuando el propio sistema de gobierno está en una fase profunda de mutación. En medio de ese camino, y en paralelo a un traspaso de los lectores de medios tradicionales a digitales, las redes se convirtieron en un espacio central del debate público y político. En la Argentina, además de los 11 millones de Twitter (un 70 por ciento de penetración entre los usuarios conectados), Facebook cuenta con 33 millones de cuentas activas, que pasan 90 minutos por día mirando y compartiendo contenido en esa red social. Hay otros 17 millones de conectados en Instagram, que en los últimos dos años se volvió fundamental para los candidatos, especialmente para llegar a los votantes jóvenes. Además de medios para comunicar acciones de gobierno o de campaña, las redes cuentan con una capacidad analítica y plataformas sofisticadas de publicidad que hacen que ningún equipo de comunicación -gobierno u oposición, con aportes grandes o pequeños, pro mercado o de izquierda- quiera prescindir de utilizarlas para llegar con sus mensajes a los votantes.

Sin embargo, junto con su potencia publicitaria y su gran penetración en el politizado electorado argentino, las redes traen un factor estructural bajo el brazo, que, si no es considerado con cuidado, puede volverse en contra. Su arquitectura técnico-comercial-psicológica tiende a que, dentro de ellas, las conversaciones se transformen en un camino a convertir a cualquier tema en un debate de extremos.

En 2011, dos años después del gran despegue de Facebook, el activista y escritor Eli Pariser publicó el libro El filtro burbuja (1). En él comenzó a advertir sobre el nuevo efecto gatekeeper o “guardianes de información” de las redes sociales que, lejos de distribuir el poder en manos de los ciudadanos, se transformaron en las ordenadores de lo que vemos y no que no. Con visión histórica, Pariser alertaba que, si entre el siglo XX y el XXI habíamos entendido la falta de objetividad de los medios tradicionales, en nuestra época debíamos estar atentos a las formas de jerarquizar el mundo de los algoritmos. Sin embargo, el analista comenzaba a advertir sobre un nuevo fenómeno, que hoy está ya del todo desarrollado: la híper personalización en los contenidos que vemos en las redes, que hace que cada ciudadano esté encerrado en su burbuja informativa. La lógica busca el rédito económico (que pasemos tiempo en las plataformas) y para eso busca darnos lo que queremos (noticias que con las que estemos de acuerdo, no importa si son verdad, contribuyen o no a que nos informemos mejor).  Con nuestras preferencias, aplica la tecnología aplica la lógica predictiva y nos va encasillando, y también llevando a extremos (también políticos). Al filtrar todo por nosotros, incluido lo que escribimos, buscamos y opinamos, nos coloca en burbujas.

Tanto Pariser como otros autores reconocen que siempre estuvimos en nuestros mundos “cognitivamente cómodos”, es decir, que buscamos consumir e informarnos a través de los medios o personas que piensan como nosotros, y al mismo tiempo ignoramos lo que nos molesta, aun cuando pueda ser información importante para tomar decisiones (tal vez no queremos ver cómo una empresa contamina un río y produce cáncer en los habitantes, pero debemos hacerlo). Sin embargo, advierte que las burbujas de filtros introducen dinámicas de mayor soledad porque, al contrario de cuando mirábamos televisión, no sabemos lo que ven los otros que miran “el mismo programa que nosotros”. Nuestro mundo se restringe a la pantalla de nuestro celular. Dentro de esa intimidad, bajo nuestra clave, sólo nosotros sabemos qué consumimos y no tenemos obligación de comentarlo con otros. Si somos lectores de números de desocupación, buscadores de hogares para perros o terraplanistas, esa es nuestra elección. Si saben que eso nos gusta y nos estimulan con el contenido adecuado, allí estaremos dándole clic.

Para la política, entonces, la gran cuestión es con qué responsabilidad se utiliza ese recurso tecnológico para representar las divisiones políticas, profundizar la grieta, o abrir un cráter. Explotadas en sus extremos, las campañas en las redes corren el riesgo de convertir todas las conversaciones hacia dos extremos que nunca se toquen o que no nos permitan enterarnos de algunas informaciones importantes para tomar decisiones.

 

La ola polar

Como en una comunidad de ayudas mutuas, la política y los medios tradicionales activan temas, que luego adoptan dinámicas de mayor o menor circulación en las redes, cambian de dirección, o se ven frenados por otros temas que los superan orgánica o publicitariamente. La tecnología hace una parte del trabajo: tiene un efecto macro, le da mayor importancia a los usuarios con más seguidores e interacción en las redes o a los que invierten en publicidad. Pero los usuarios también imprimen un efecto “micro”, cada vez que, según sus preferencias y emociones, deciden apoyar con un corazón un comentario o compartir una noticia y así hacerla circular. Los jefes de campaña, entonces, pueden tener una estrategia, pero el control no queda absolutamente en ellos. La agencia social importa.

Desde 2015, el politólogo Ernesto Calvo y la comunicadora Natalia Aruguete vienen estudiando estas dinámicas en las redes sociales argentinas con distintos temas de la agenda noticiosa. Calvo comenzó su indagación con el caso Nisman en 2015 (2), y luego ambos siguieron con los #tarifazos de 2016, la desaparición y asesinato de Santiago Maldonado en 2017 y el debate por la legalización del aborto en 2018, entre otros. Para sus análisis, los investigadores descargaron y analizaron, tuits sobre cada temas e indagaron cómo en cada conversación se generaron distintas comunidades. En sus conclusiones, Calvo y Aruguete encontraron que las redes sociales promueven comportamientos de “barrios cerrados”, es decir que, sobre el mismo tema, los usuarios con posiciones afines dialogan entre sí, junto con “autoridades” que lideran esos temas, que pueden ser políticos, periodistas o personalidades influyentes construidas en las mismas redes. Son pocos los casos donde las conversaciones “cruzan al otro country”, esto es, logran conectar a personas que no estaban previamente de acuerdo. Más aún, en algunos temas, la polarización se acrecienta, sobre todo cuando hay división respecto de las causas del problema. Por ejemplo, cuando los autores analizaron las conversaciones referentes a tarifazos, encontraron dos grupos bien definidos. ¿Qué los ponía de un lado y del otro? A quién “echaban la culpa sobre el problema”. Mientras que los opositores (kircheristas) culpaban al gobierno de una suba desmedida de las tarifas en un tiempo muy corto, los oficialistas (macristas) cargaban el problema sobre la irresponsabilidad del gobierno anterior en no haber generado un esquema tarifario más sustentable en el tiempo. En definitiva, las conversaciones quedaban en un extremo y en el otro porque los usuarios buscaban rodearse de otros que creyeran en su explicación previa.

Una polarización similar ocurrió durante agosto y septiembre de 2017, los primeros meses del caso Santiago Maldonado, mientras el joven permanecía desaparecido. La conversación de una parte de las redes sociales replicaba los mensajes de los organismos de derechos humanos nacionales e internacionales y las denuncias de desaparición forzada. La otra parte, vinculada al oficialismo, acusaba a los primeros de utilizar el caso electoralmente, dada la cercanía de las elecciones legislativas. Ambas conversaciones, sin embargo, redujeron abruptamente su volumen cuando el cuerpo sin vida de Maldonado fue encontrado en el Río Chubut el 17 de octubre de 2017. “La confrontación previa ya no tenía razón de continuar según ese encuadre, y por lo tanto decayó”, explica Natalia Aruguete.

A veces, sin embargo, también hay lugar para la excepción. Durante 2018, Aruguete-Calvo siguieron las conversaciones durante los debates el por la ley de despenalización del aborto. El tema venía presentando otras características durante las movilizaciones en contra de la violencia contra las mujeres con el movimiento #Niunamenos y en ambas encontraron con que sucedía algo nuevo y distinto. En la agenda de género a las redes les era más difícil polarizar. “Los discursos tendían a ser más homogéneos porque nadie se iba a exponer a decir que estaba bien matar a las mujeres”, dice Arugete. El tema, presente además en la agenda internacional, se presentó en las redes sociales con otra característica que ayudó a su no polarización: quienes lo impulsaron fueron miles de cuentas “plebeyas”, de mujeres anónimas, organizadas durante meses de militancia, con argumentos en favor del aborto presentados con datos de salud pública, que les permitían salir de las respuestas polarizantes (3). Es decir, con una estrategia que logró desarmar, por un lado, la activación impulsiva, y por otro lado, cambiar los temas por ideas y sostenerlos en el tiempo. Con #AbortoLegalYa, las redes argentinas lograron lo que nunca había pasado: las puertas de los barrios cerrados se abrieron y se generaron diálogos en medio de las burbujas.

 

La grieta y el bosque

De nuevo en 2019, el año electoral augura otro periodo de fuerte polarización. Desde el Gobierno (“desde arriba”), Cambiemos encuentra en la multiplicación de los mensajes extremos una fortaleza de su discurso en las redes. Desde la lógica propia de los medios sociales, los meses de campaña generan mayor volumen de conversaciones y una necesidad de polarizarlo todo: las redes odian “Corea del Centro” –de hecho en la tuitósfera argentina nació el término-, esas opiniones que no son ni blanco ni negro, y las castigan. A la oposición, entonces, quizás le toque prestar atención a lo más interesante que pueda pasar este año respecto a la lógica de las redes.

Con unidad o con candidatos que busquen llegar desde una interna, quien enfrente a un oficialismo que maneja organizadamente la comunicación en las redes sociales deberá navegar ese río por sus márgenes menos profundos pero más sinuosos. Deberá entender que la tecnología está para hacer más visible lo que todavía no se ve. Y no para insistir con lo que los otros quieren que veamos. No tendrá que hablar de la crisis, que es de lo que se habla en las redes, sino de otra cosa, de otras cosas. Ante lo duro, lo suave. Ante la grieta, algo más boscoso, la creatividad y la osadía. Tal vez allí, los trols no sepan cómo moverse y hablaremos de otra cosa.

 

*Periodista y politóloga. Directora de Salto Agencia.

 

(1) Pariser, Eli. El filtro burbuja. Taurus, 2017.

(2) Calvo, Ernesto. Anatomía política de Twitter. Tuiteando #Nisman. Capital Intelectual, 2015.

(3) Aruguete y Calvo: “Aborto legal, la anti-red”, El Dipló 230, agosto 2018.

 

Zuazo Dipló abril 2019

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