La pesadilla del Gran Hermano

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Publicada en Brando, en julio de 2013.

Por Natalia Zuazo

En 2011, salió la primera temporada de Enlightened (Iluminada), escrita por Mike White y protagonizada por una inspiradísima Laura Dern en el papel de Amy, una chica de 40 que un día sufre un ataque de nervios, se reconvierte en una clínica de rehabilitación y empieza a ver el lado bueno de todo. Amy se muda con la madre, deja a su marido drogón y retoma su trabajo en la mega corporación Abbadon. La ponen a trabajar en el subsuelo, lleno de freaks grises, a cargar planillas 9 horas por día. Triste, pero ella quiere ser mejor. Hasta que un día se da cuenta de que estaba trabajando en el lugar más importante de la empresa: el que espiaba a los empleados, y ahí descubre que el nuevo sentido de su vida es denunciar la injusticia. Total, de loca ya la habían tratado todos. El resto es su lucha, absurdamente graciosa por sus problemas y siempre imposible de comprender desde la vida que siempre te pide éxito, plata, éxito, plata. Con Amy pensás: ¿ella es absurda o estamos acostumbrados a dejar nuestra vida en manos de otros?

Dos años después de Enlightened (y de Homeland y de Scandal), exactamente en junio de 2013, Edward Snowden, un informático de 29, se sumó a la lista de “los filtradores más buscados” junto con Bradley Manning -el soldado que reveló torturas de soldados norteamericanos en Irak a WikiLeaks-, y el mismo Julian Assange, que cumplía un año asilado en la embajada de Ecuador en Londres. Snowden reveló que la Agencia de Seguridad Nacional (NSA)  y el FBI tienen acceso a los servidores centrales de las compañías más importantes de Internet, las que tienen la mayoría de la información que circula en el mundo: Microsoft, Google, Yahoo!, Facebook, YouTube, Skype, AOL, Apple. Los documentos, publicados por The Guardian y The Washington Post, dicen que a través del programa PRISM, el gobierno de Estados Unidos saca directamente, sin mediar orden judicial alguna, toda la información que quiere de estos servidores, desde mails a chatas, hasta documentos, videos y fotos.

Ante la revelación (de 41 slides de Power Point horriblemente diseñadas), el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, respondió como lo que es: un presidente de Estados Unidos. “Los programas de vigilancia son legales y limitados”, dijo. También trató de minimizar el mega-programa de vigilancia diciendo que sólo se espiaba a extranjeros (aunque luego las autoridades aclararon que si los ciudadanos no-nacionales hablaban con un norteamericano también podían entrar en sus computadoras). Las empresas de Internet, que hasta la filtración eran rigurosamente protegidas por la NSA, también dejaron a sus abogados hacer el trabajo. “Yahoo! Se toma en serio la privacidad de sus usuarios y no provee al gobierno acceso directo a nuestros servidores”. Reemplacen Yahoo! por Facebook, Apple o Skype y esa fue la respuesta de todas las empresas, muchas de las cuales ya tenían sobre sí sospechas de colaborar con el espionaje de ciudadanos, no sólo en Estados Unidos sino en países con regímenes que también controlan la privacidad de las personas, como China, Libia o Siria.

El espionaje masivo en Internet es un secreto a voces. Y más en Estados Unidos, donde hay leyes y presupuestos que lo sustentan. PRISM comenzó en 2007, ya era parte del Estado de vigilancia construido por George Bush y su vice Dick Cheney amparados por los atentados del 11 de septiembre de 2011, que les dieron años de impunidad para aprobar leyes y negociar la privacidad en pos de la seguridad nacional. La Electronic Frontier Foundation señaló que el “monitoreo doméstico generalizado” ocurre desde hace siete años y que “es muy probable que órdenes de registro como éstas existan para todas las grandes empresas estadounidenses de telecomunicaciones”. Mucho antes, la ISA (Foreign Intelligence Surveillance Act) permite al gobierno norteamericano monitorear las comunicaciones de extranjeros bajo cláusulas secretas. Con la masividad de los programas de vigilancia, sus presupuestos y alcance, las agencias estatales seguridad contratan consultoras externas, con informáticos muy jóvenes y experimentados como Snowden, que no siempre suportan la presión de colaborar con el sistema (Bradley Manning, en el ejército, tenía 20 años cuando filtró lo de WikiLeaks) aunque eso signifique ser perseguidos y juzgados por el Estado.

“¿Creés que lo que hiciste puede ser considerado un crimen?”, le preguntó The Guardian a Snowden. “Ya vimos demasiada criminalidad por parte del gobierno. Sería hipócrita alegarme eso a mí”, respondió. Y después dijo: “(en Estados Unidos) hackeamos a todos y en cualquier lado. Nos gusta hacer una distinción entre nosotros y el resto del mundo. Y todavía no estamos advertidos de lo que es posible. Lo que pueden hacer es aterrador. Pueden plantar programas en nuestras máquinas, identificar cada una. Nunca vas a estar seguro, por más protecciones que uses”.

El panorama se ve apocalíptico. Sin embargo, desde organismos internacionales, activistas por los derechos de Internet y numerosas organizaciones, el debate está planteado en la agenda pública. En abril, muy poco antes de que PRISM saliera a la luz, Frank La Rue, relator de Libertad de Expresión de las Naciones Unidas, advertía sobre “el uso de conceptos amorfos de seguridad nacional para justificar la limitaciones invasivas al ejercicio de derechos humanos causa una gran preocupación”. Conocidos los documentos de Snowden, Lawrence Lessig -activista por Internet, autor de Cultura Libre– escribió en The Daily Beast que hace años sabíamos que Internet iba a tomar el camino del monitoreo permanente para beneficiar dos cosas: el comercio/los negocios y los gobiernos. Pero, dijo, si la Internet se construyó así, también se puede construir de otra manera. ¿Por qué? Porque Internet es código, y el código también es ley. “Y si el código es ley, entonces necesitamos ser inteligentes sobre cómo el código nos regula y cómo la ley nos regula”. En otras palabras, Lessig –claro y decidido como siempre-, nos dice: no hay que aprender programación para saber que para espiar hay que construir un código que lo permita. Si regulamos ese código, podemos tener una mejor Internet, es decir, mejores leyes, porque nuestros navegadores tienen reglas, el espacio online tiene reglas, que pueden ser distintas.

“Pensemos cómo reescribir Internet para darnos más privacidad sin perder seguridad”, dice Lessig. Ese es, en cada sociedad, en cada país –no sólo en Estados Unidos- un debate pendiente, con nuevas leyes a pensar y derechos a defender. Probablemente los gobiernos (de cualquier signo ideológico) no lo promuevan. Como escribió Dan Froomkin en el Columbia Journalism Review, llevar la conversación hacia esas preguntas (cuándo la vigilancia es un crimen, dónde está el límite) es una tarea para los periodistas. Y también, claro, para los activistas y para nosotros, los usuarios. La otra opción es más fácil: es creer que los gobiernos (o las empresas) siempre nos cuidan cuando ponen cámaras o nos piden nuestros datos. Mejor, dice Lessig, es “creer y verificar”. O no creer que estamos en un estado de guerra tan permanente que siempre necesitaremos de alguien que nos proteja. Tal vez la protección esté en iluminarse un poco, como Amy, y ver que lo que pasa alrededor ayer podía parecernos muy normal pero mañana puede venir en contra nuestro.

 

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