Nos aterra la idea de estar desconectados. Pero confiar tanto en cualquier poder nos impide cuestionarlo. ¿Cuál es el riesgo de creer que internet es una religión universal?
Es omnipresente. Nos rodea con su hilo mágico de wifi que atraviesa cada aparato que usamos. Es tan común como la electricidad. La necesitamos para todo: desde pagar un impuesto hasta trabajar, desde conseguir pareja hasta buscar videos tontos. Sin embargo, se sigue escribiendo con mayúscula.
Aunque vos, yo, algunos medios de a poco la empezamos a tratar con minúscula, todavía los diccionarios, los procesadores de texto y los autocorrectores nos transforman la palabra en “Internet”, con una i alta de poder que demuestra que las palabras no hacen más que reflejar nuestra visión del mundo.
Escribir “Internet” podía ser normal en 2001, 2002 o incluso en 2005. Navegar por la web era todavía un acto que –masivamente, para la mayoría del planeta– se realizaba dentro de una computadora. Los teléfonos recibían llamadas, los televisores proyectaban imágenes, las radios se escuchaban en un objeto destinado a tal fin, las heladeras conservaban alimentos. Pero hoy internet es como la electricidad: es el sistema nervioso de los 6.500 millones de habitantes conectados a 6.500 millones de equipos electrónicos de 2015. Y su destino es seguir creciendo: en 2020, seremos 8.000 millones de personas con 150.000 millones de objetos enlazadas entre sí y habrá 57 bytes de información (o 57 caracteres: letras, números, emoticones) por cada grano de arena en el mundo. El hilo común de todos estos enlaces será el mismo: datos circulando por la Red.
Aun así, el New York Times, el Washington Post, el Huffington Post y hasta la mismísima Wired (una de las publicaciones de tecnología más prestigiosas del mundo) siguen escribiendo Internet en alta –así se llaman las mayúsculas en las redacciones–. El manual de estilo de Associated Press, una de las agencias de noticias que dictan la agenda informativa del mundo, también la usa con letra capital, según los lineamientos del diccionario Webster. En Argentina, los diarios principales la escriben, también, con inicial de grandeza. Esto ¿ignorando? que otra autoridad planetaria como Naciones Unidas declaró internet como un derecho humano fundamental en 2011. También que en Estados Unidos la Autoridad Federal de Comunicaciones proclamó la banda ancha como utilidad pública en febrero de 2015, con el objetivo de asegurar que ningún contenido se bloquee por parte de las empresa de telecomunicaciones y que internet no se divida en vías rápidas con tarifas elevadas para quienes puedan pagar más. O que, en Argentina, en diciembre de 2014, la flamante ley Argentina Digital declara “la completa neutralidad de las redes” sobre la base del mismo principio: internet es un bien tan básico para todas las actividades de un país que debe estar garantizado para la mayor cantidad de gente posible.
Sin embargo, insistimos con que internet es algo único. Como el dios de la época. Internet, con su omnipresencia que todo lo resuelve, se erige como la primera religión común de la humanidad. Confiamos tanto en su poder que le damos un lugar en el cielo, donde también imaginamos a dios, cualquiera sea su forma para nosotros. Esto escribí en el prefacio de Guerras de internet, mi primer libro (del que se dio un adelanto en la edición pasada de BRANDO).
Cuando empecé a escribirlo hice una encuesta. Les pedí a cincuenta personas de diversas edades y profesiones que me dijeran qué era para ellos internet, cómo funcionaba y quiénes la manejaban. También les pedí que me dibujaran internet. Algunos dibujos fueron caóticos, otros idealistas, pero para la gran mayoría internet es una nube que nos sobrevuela nuestras cabezas, casas y calles. Para otros pocos, la Red sucede en el fondo del mar, debajo de nuestros pies, bajo la tierra, en sótanos o dentro de las paredes. Pero es allí donde está internet realmente: en edificios manejados por hombres (más que mujeres), con dueños, barro y electricidad (mucha electricidad). Ese mundo, más cercano a cualquier obra de ingeniería, es la Red. “La nube es este servidor”, me dijo señalando un armario de metal Leandro, uno de los ingenieros que me contaron sobre internet en el camino de más de dos años que recorrí para escribir el libro.
Contar sobre internet es ir contra el relato de la publicidad, esa que la muestra como una religión a la que necesitamos adherir para sentirnos protegidos. Sucedía en 1984, con el comercial de Commodore 64, una de las primeras computadoras familiares populares, que mostraba a todas las generaciones, desde los abuelos hasta un bebé, en un primer plano iluminado y preguntaba: “¿Cuán viejo serás?”, con clara voluntad de “no te quedes atrás de este cambio”. Pasaba en los 90, cuando los yuppies eran reyes y la publicidad de la tecnología nos acercaba al trabajo y la eficiencia. En la década del crecimiento del mundo financiero globalizado y la concentración económica, tener lo más nuevo era ser más productivo. Y ser más productivo era ganar más dinero. Luego, en los 2000, internet se masificó y la publicidad nos empezó a vender otra cosa: estar conectado es vivir emociones. En esos años, dice el sociólogo Christian Ferrer, el ideal de internet era el modelo “Benetton”, una especie de sociedad global donde todos los habitantes del mundo se entienden entre sí. Ese ideal todavía persiste en la publicidad y en las visiones de una internet salvadora, que además nos resuelve problemas, nos ahorra tiempo, y hasta nos encuentra sexo (¿y amor?) a un clic de distancia.
La religión de la humanidad, nuevamente, se apodera de nosotros. Pero ¿por cuánto tiempo más? En los últimos años, también comenzamos a ver las primeras contradicciones y luchas. Gracias a los activistas por las libertades de internet, grupos de hackers, organizaciones como Wikileaks que filtraron cables diplomáticos de Gobiernos, la valentía de exconsultores de organismos de inteligencia como Edward Snowden, que reveló que Estados Unidos espiaba a todos sus ciudadanos, empezamos a enterarnos de que internet no sirve solo para hacernos la vida más fácil. También sabemos que las empresas la usan para recabar datos personales y vendernos cosas, que los Gobiernos desarrollan herramientas para espiar a ciudadanos y a otros poderes, que ninguna aplicación gratuita realmente es gratis del todo y que la tecnología también puede servir para impulsar guerras. ¿No será entonces tiempo de bajarle finalmente la mayúscula a internet, mirarla más de cerca, ver quiénes la hacen y cómo? Tal vez, ese sea el antídoto (ateo, por cierto, perdón papafrancisquistas) contra la supremacía universal de la Red.
(Publicada en la revista Brando de octubre de 2015)