Destruir secretos, una nueva forma de activismo

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El 11 de septiembre de 2001, cuando un atentado terrorista derrumbó las dos torres del Word Trade Center, Edward Snowden tenía 18 años. Con sus padres recién separados, el adolescente se había quedado con su madre y su hermana en Maryland, al noroeste de Estados Unidos.  A pocos kilómetros de su casa, camino a Fort Meade, había un cartel que decía: “Acceso a Empleados. Agencia Nacional de Seguridad (NSA)”. Snowden todavía no lo sabía pero esas tres letras significarían, diez años después, el punto de inflexión de su vida. Y el de la de todos los ciudadanos y usuarios de internet del planeta. Edward Joseph Snowden había nacido en 1983 en Carolina del Norte, en la costa este de Estados Unidos, con el ejército, la tecnología y la justicia en su ADN. Su padre era oficial de la Guardia Costera de las Fuerzas Armadas, su madre se encargaba de mantener las computadoras de un tribunal de Baltimore y su hermana se convertiría en abogada del Tribunal Federal de Washington. Snowden fue un clásico hijo estimulado de los 80: era autodidacta de la computación, apasionado de los videojuegos, de los cómics manga y las artes marciales. Estaba fascinado con Japón y, con internet, se convirtió en un participante activo de los foros del sitio ArsTechnica, sobre computadoras, ciencia y tecnología.
Pero Snowden no era sólo un geek. Tras los atentados a las Torres Gemelas, empezó a expresar su preocupación por la creciente pérdida de la privacidad de los estadounidenses. En 2002, bajo el seudónimo “The True Hooha” (el verdadero lío), le respondió a otro usuario de un foro que le cuestionó su insistencia por postear diversas formas de ocultar su identidad: “Por el Acta Patriótica. Si interpretan mal mis actos, podrían tomarme por un ciberterrorista”. Snowden se refería a la ley sancionada un mes después de los atentados del 11-S, que ampliaba la capacidad de vigilancia y endureció las penas para los delitos de terrorismo.
Sin embargo, Snowden no era un izquierdista ni un anarquista. Vivía en los Estados Unidos de los 2000, donde la guerra y el terrorismo ocupaban las noticias, y en 2004, a los 21 años, se unió al ejército. Su sueño era integrar las Fuerzas Especiales o Boinas Verdes, una unidad de elite. Pero no tuvo suerte: a poco de incorporarse, se rompió las piernas en un accidente durante un entrenamiento y lo mandaron a trabajar como guardia de seguridad en las instalaciones de la NSA en la Universidad de Maryland. Snowden estaba nuevamente cerca de su destino.
En 2006, empezó a trabajar en la CIA como experto en seguridad informática y en 2007 fue destinado a Ginebra, Suiza. Allí, Snowden ya tenía un acceso privilegiado a una amplia red de secretos del Estado, que podría haber revelado sin problemas. Pero esperó. Y se preparó. Unos años después, explicó que la mayoría de esos secretos implicaban a personas, no a sistemas, y que su verdadero objetivo era exponer la cara oculta de las actividades de la NSA, no a los ciudadanos. Durante esa espera se volvió un experto en penetrar bases de datos y documentos y comprendió de lleno cómo se libraban las guerras cibernéticas para espiar a otros países. En 2009, Snowden dejó la CIA. Trabajó para Dell en Japón, donde conoció a su novia, y en 2013 se mudó con ella a Hawai, donde se empleó en la empresa contratista de defensa Booz Allen Hamilton como administrador de sistemas, al servicio de la NSA. Vivía con su amor en una isla con palmeras y ganaba 20 mil dólares al mes, pero él tenía otro plan: terminar de copiar más de 20.000 documentos “Top Secret” de la NSA y darlos a conocer en junio.
Snowden necesitaba aliados. Pero no podían ser cualquiera, sino personas que pudieran ir más allá del escándalo y demostrar que los documentos eran parte de decisiones políticas que afectaban a los ciudadanos. Con ese objetivo, en 2012 había iniciado el contacto con dos periodistas de gran trayectoria en la investigación de violaciones a la privacidad y defensa de los derechos civiles: Glenn Greenwald, abogado y entonces columnista del diario inglés The Guardian, y Barton Gellman, periodista ganador del Pulitzer, de The Washington Post. Su tercer contacto clave lo realizó con la documentalista y activista Laura Poitras, multipremiada por una serie de tres películas que mostraban los abusos que había cometido Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre, en Irak y en la cárcel de Guantánamo. Tanto Poitras como Greenwald venían denunciando la vigilancia del Estado a sus ciudadanos y habían enfrentado por esto ataques de la prensa y de funcionarios. En 2013, ya en Hawai, Snowden los contactó nuevamente —todavía en forma anónima— para ofrecerles el material que había recolectado sobre un programa de espionaje llevado a cabo por la NSA. Sin una respuesta concreta de ellos, Snowden decidió que era tiempo de partir. Pidió una licencia médica y se subió a un avión con destino a Hong Kong. Tenía dinero, cuatro computadoras y un lugar dentro de China que le garantizaba libertad de expresión y estar lejos del radar de los servicios secretos estadounidenses. Detrás, dejaba su vida cómoda a los 29 años, un buen sueldo, una novia y una casa con vista al mar. Por delante, todo era un misterio. Pero ya se había decidido. Ya había dado el gran salto.

Desde los atentados de 2001, con la amenaza de un nuevo golpe terrorista sobre sus hombros, Estados Unidos había convertido a todas sus agencias estatales de seguridad en una gran máquina de recopilación de información. Como mostró diez años después la serie Person of Interest, el país montó un sistema de vigilancia masiva que monitoreaba, recolectaba y analizaba datos de cámaras, comunicaciones electrónicas, audios e imágenes, con el fin de prevenir ataques en su territorio. En la ficción, el señor Finch, creador de La Máquina, describía su invento como “Diez mil ojos que todo lo ven y diez millones de oídos que todo lo escuchan. Algo que está en todas partes y en ninguna”. Finch, una mezcla de científico y hacker con pasado misterioso, no ocultaba los objetivos de su invento: “El gobierno tiene un sistema secreto que te espía cada hora de cada día. Lo diseñé para detectar actos de terror, pero puede ver todo”. El problema, tanto en la ficción como en la realidad, fue justamente ese: la monumental red de vigilancia creada por Estados Unidos podía monitorear todo. Y se hizo adicta a su propio poder: la acumulación de secretos.

Como ya había sucedido durante la Guerra Fría, el miedo llevaba a querer conocer cada detalle del enemigo, aunque todavía no fuera un rival. Pero mientras que en los 50 se necesitaban dispositivos de grabación más sofisticados y costosos, hoy la información estaba concentrada en un solo lugar: en las venas del monstruo de internet, en sus bases de datos y las comunicaciones digitales de cada usuario/ciudadano. Y no sólo eso: al concentrarse la Red en unas pocas empresas que reunían bajo sus servicios, redes sociales y aplicaciones todas las transacciones de la vida de la gente, era mucho más fácil acceder a la información. Bastaba con contar con la cooperación de esas megaempresas (Google, Yahoo, Microsoft, las compañías operadoras de teléfonos celulares y proveedores de internet), para acceder al mayor núcleo de información del mundo.

Bajo el Acta Patriótica, las agencias de seguridad de Estados Unidos habían realizado un cambio en su sistema de recolección de datos que terminó volviéndoles como un boomerang mortal: consolidaron toda la información de los ciudadanos en una base de datos cada vez más centralizada, para que cada agencia involucrada en la lucha antiterrorista pudiera acceder a ella fácilmente. En el documental We Steal Secrets, the story of WikiLeaks (2013), Michael Hayden, director de la NSA entre 1999 y 2009, explica que, después del ataque contra las Torres Gemelas, su país no sabía cuál era exactamente su enemigo, con lo cual todos eran potenciales sospechosos. Entonces decidió comenzar a compartir la información entre sus distintas agencias de seguridad y, al mismo tiempo, a guardar cada vez más información de sus ciudadanos y de extranjeros. “La cantidad de documentos secretos pasó de 8 a 76 millones. Los funcionarios con acceso a esa información llegaron a 4 millones. El gobierno interceptó llamadas y mensajes electrónicos de a 60.000 por segundo. Ni siquiera el Congreso sabía cuánto gastábamos del presupuesto para esta tarea.” En el mismo documental, Bill Leonard, el Zar de los Documentos Clasificados de Estados Unidos entre 2002 y 2008, confiesa: “Generamos más secretos que los que producimos en toda nuestra historia”. La “era del miedo” es también la “era del secreto”. Pero querer saberlo todo sobre cada ciudadano fue el talón de Aquiles de la gran maquinaria de recopilación de información: esa capacidad de vigilancia total también generaba la tentación de contarlo todo, no sólo sus secretos, sino también sus abusos. Y, efectivamente, comenzaron a ser destapados. Durante varios años, las filtraciones se transformaron en titulares de los grandes medios del mundo. Paradójicamente, la era de las revelaciones florecía en los mismos años que mostrar todo se hacía lo normal en la web, con todos nosotros, celular en mano, dejando —voluntaria e involuntariamente— nuestra información y detalles cotidianos en las entrañas de la Red. Sin embargo, los secretos —especialmente los de Estado— no salieron solos a la luz. Se necesitó, para destapar la compuerta, de la acción de un grupo de hombres cargados de armas técnicas y voluntad política. La explosión fue muy parecida a otra que había sucedido en los 70, cuando la fi gura de los informantes (o whistleblowers) había cobrado fama con dos escándalos políticos de magnitud: “Los papeles del Pentágono” y luego con el “Watergate”. En ambos casos, la información había sido desenmascarada desde adentro del Estado por un “filtrador” y luego se había hecho pública al llegar a las tapas de los grandes medios gráficos. Cuarenta años después, los informantes emergieron desde las profundidades de internet. Pertenecen a una generación que domina la tecnología para encontrar los secretos que se esconden en las grandes bases de datos. Al mismo tiempo, se trata de la generación que utiliza la Red, para distribuir lo oculto. Lejos de obtener respaldo unánime en la sociedad, se acusó a los “delatores” de traidores y de quebrar la “gobernabilidad”. El argumento es que si cada uno rompe las leyes porque no le gustan, el sistema político se volvería muy inestable. Pero, contra esta idea, también se puede argumentar lo contrario: ¿y si la traición es parte de la democracia? En el libro Elogio de la traición, los franceses Denis Jeambar y Ives Roucaute sostienen que “la traición es la expresión política de la flexibilidad, la adaptabilidad, el antidogmatismo”, y que, a diferencia de la cobardía, es un mecanismo que “evita las rupturas y las fracturas”, con lo que garantiza la continuidad de la democracia. En definitiva, se trata de sacar a luz las contradicciones. En el caso de los alertadores que se multiplicaron desde 2010, se unieron para demostrar que ese mismo sistema que decía proteger a sus ciudadanos de ataques terroristas —en pos de la seguridad—, se estaba inmiscuyendo tan profundamente en sus vidas como para dañar otros derechos fundamentales: la libertad y la privacidad. Lo que venían a denunciar era que, en nombre de la democracia, el Estado se estaba transformando en una máquina tiránica controlada por unos pocos (gobierno y empresas privadas) que decidía a quién espiar y qué secretos guardar, sin dar cuenta de ello ante sus propios ciudadanos. Entre aquellos que alzaron la voz contra el secreto hubo un líder que se hizo más visible y que allanó el camino para los que le siguieron. Mundialmente conocido antes de cumplir los 40 años, su nombre, Julian Assange, se convirtió en sinónimo de un nuevo artefacto —un sitio y una red de informantes— que se encargaría de desperdigar los secretos del poder alrededor del mundo: WikiLeaks.

Julian Paul Assange nació en Australia el 3 de julio de 1971. A los 16 años ya era un hacker con un talento reconocido por la comunidad. A los 20, cuando estudiaba física y matemáticas e integraba el grupo de hacktivistas “Subversivos Internacionales”, la policía asaltó su casa de Melbourne y allí inauguró la larga saga de detenciones de su vida. En 1991, vía módem, ya había entrado a computadoras de universidades australianas y compañías de seguridad. En 1997 creó un paquete de programas para Linux destinado a ser, como diría más tarde, “una herramienta para trabajadores por los derechos humanos que necesitaban proteger información sensible, como listados de activistas y detalles sobre abusos cometidos”.

La génesis de su idea de los individuos unidos, luchando contra las grandes instituciones, estaba ya presente en su manifiesto “La conspiración como forma de gobierno”, de 2006. Allí decía que el autoritarismo se construye cuando un grupo de poderosos actúa “bajo un secreto conspirativo, trabajando en detrimento de la población”. En consecuencia, para Assange, el objetivo es destruir ese aparato. Y eso se logra cortando o interviniendo en las formas de comunicación de las autoridades para evitar que la maquinaria de la información secreta opere con tranquilidad. En otras palabras: luchar contra el autoritarismo es desarrollar estrategias para revelar lo que el poder quiere que no se sepa. En esa lucha, la tecnología se convertiría en un arma fundamental.
Ese mismo año, y para llevar adelante el objetivo expresado en su manifiesto, Julian Assange fundó y se convirtió en el editor en jefe de WikiLeaks. Desde entonces, el sitio se encarga de difundir informaciones de interés público, a través de una red de colaboradores repartidos por el mundo: periodistas, ingenieros, abogados, programadores y cualquiera que quiera aportar a la causa. Su consigna, que es también el primer y sagrado mandamiento de La ética hacker, es “poner en común la información”. Pero no cualquier información, sino aquella que desenmascare intereses del poder. En palabras de Assange: “Trabajamos con una filosofía: las organizaciones que son abusivas tienen que estar en el ojo público”.

Durante sus primeros años, WikiLeaks expuso una mezcla de secretos que incluían desde torturas en la cárcel norteamericana de Guantánamo en Cuba, hasta manuales confidenciales de la Iglesia de la Cienciología y listas de contribuyentes de campañas políticas. En 2008, la organización tuvo su año de verdadero impacto, cuando dio a conocer el “Asesinato colateral”, un video donde dos soldados norteamericanos asesinaban a un periodista iraquí de la agencia de noticias Reuters, a su ayudante y a nueve personas más (entre ellas, niños), mientras tomaban una foto del helicóptero Apache donde viajaban los militares. Tras ese video, llegaron otras dos grandes revelaciones, en 2010, conocidas como “Los diarios de la guerra de Afganistán” y “Los documentos de la guerra de Irak”. Allí se exponían públicamente más de doscientos mil archivos ultrasecretos de inteligencia que revelaban las víctimas civiles provocadas por el ejército de los Estados Unidos y sus aliados, y las conexiones con la inteligencia paquistaní y con los talibanes insurgentes. Luego de conocerse esas informaciones, Bradley Manning, un soldado norteamericano apostado en Bagdad, fue arrestado y confinado a una reclusión absoluta, acusado de haber filtrado los documentos a WikiLeaks.

WikiLeaks se asoció en la primera etapa de sus revelaciones con The Guardian, The New York Times y Der Spiegel, tres de los diarios más importantes de Estados Unidos y Europa, para lograr un impacto mayor en la opinión pública internacional. La “prensa tradicional” fue, en ese momento, aliada estratégica de la nueva forma de contrainformación. Ese mismo año, la organización liderada por Julian Assange dio su otro gran golpe, conocido como “Cablegate”, al filtrar a la prensa internacional doscientos cincuenta mil cables entre el Departamento de Estado estadounidense con sus embajadas por todo el mundo. El impacto fue aún más grande, ya que en cada país involucrado con los cables diplomáticos la prensa local investigó y publicó las historias que relacionaban a sus cúpulas políticas o empresarias con el Departamento de Estado norteamericano (su ministerio de Relaciones Exteriores). Como señaló el periodista británico Christopher Hitchens, “la sagacidad de la estrategia de Assange consiste en que ha hecho a todos cómplices en su propia y privada decisión de sabotear la política exterior norteamericana”. Al finalizar ese 2010, el líder de WikiLeaks se había convertido, según la revista Time, en “el hombre más peligroso de Estados Unidos”. Para los gobiernos de todo el mundo, también se había transformado en la amenaza más temida.
El 7 de diciembre de 2010, Assange fue nuevamente arrestado. El motivo fue una causa iniciada seis meses antes en Suecia, cuando dos mujeres lo acusaron de forzarlas a tener relaciones sexuales sin protección, un acto considerado ilegal en ese país. Assange y sus defensores sostienen que el affaire fue una operación armada desde Estados Unidos. Su abogado inglés, Mark Stephens, declaró que su cliente fue sometido a una trampa de “fuerzas oscuras”. Enemigos no le faltaban en su trayectoria como activista. En los hechos judiciales, la denuncia por acoso sexual había sido desestimada anteriormente, pero cuando explotó el Cablegate el país nórdico emitió una orden de captura internacional y Assange, que estaba viviendo en Londres, se presentó voluntariamente a la justicia y quedó en manos de Interpol. Como cuando tenía 20, el australiano salió libre bajo fianza. Pudiendo volver a Suecia, Assange y sus abogados decidieron que viajara a ese país, temiendo que sus autoridades facilitaran su extradición a Estados Unidos, un país donde no iba a ser bien recibido, por razones obvias. Pero finalmente decidió quedarse en Londres, aceptando el ofrecimiento de asilo del presidente de Ecuador, Rafael Correa, para permanecer en su sede diplomática en la capital inglesa. Allí, el fundador de WikiLeaks vive desde el 19 de junio de 2012, en una habitación de doscientos metros cuadrados, donde combina su vida y su trabajo. No usa email y se comunica con sus colaboradores preferentemente en persona. “Tengo que actuar como Osama bin Laden ahora”, escribió en su libro Cuando Google conoció a WikiLeaks.
Tal como se lo propuso Assange en su manifiesto, las revelaciones de WikiLeaks implicaron una gran “pérdida de control” para Estados Unidos, sus agencias de seguridad y militares, y sus corporaciones económicas. Assange se convirtió, para el Gobierno, en una especie de terrorista que les proponía un juego de escondites que ellos mismos, acostumbrados a lidiar con el secreto, no podían manejar. Pero no sólo eso: ante cada ataque a su persona o a WikiLeaks, Assange contaba con un ejército de ciberguerreros y de hacktivistas que aparecían desde todos los puntos de la Red en el mundo para apoyarlo. Cada afrenta contra él era como tirar miel en un campo minado de abejas: todos se unían para defender la causa. Entre los más conocidos estaba Anonymous, un grupo de hacktivistas que había comenzado a forjar su identidad unos años antes y que tuvo una de sus mayores actuaciones en 2012 con la Operación Payback. Su objetivo fue vengar los bloqueos financieros que Visa, MasterCard, PayPal y Amazon le habían impuesto a WikiLeaks con el fin de que no llegaran donaciones al sitio, justo después de la revelación de miles de cables diplomáticos y la persecución de su líder Julian Assange. En venganza, Anonymous inhabilitó los sitios de las tarjetas de crédito durante un día entero.
Si bien la atención se centró en él, Assange no fue el primer periodistas, hacker y activista decidido a revelar secretos o a militar por la libertad de la información. “Sería un error enfocarse solamente en cómo WikiLeaks ha sido castigado y saboteado mientras ignoramos una lección más amplia: cómo el grupo inspiró una generación entera de hackers políticos y reveladores de secretos digitales. La historia no comenzó ni terminó con Julian Assange, ni con su grupo. Al contrario, lo que hace es recorrer los ideales, los medios y el movimiento que WikiLeaks representa, que se extiende desde sus predecesores, décadas antes, hasta sus seguidores ideológicos, que ha movilizado radicalmente”, dice Andy Greenberg, periodista de la revista Wired que escribió la primera nota de tapa sobre Assange en esa publicación.
Sin embargo, Assange tuvo un mayor impacto porque, como dice el filósofo esloveno Slavoj Žižek, el líder de WikiLeaks espió “para el pueblo”, es decir, socavó el principio mismo del secreto al hacerlo público y decirnos lo que tenemos en frente nuestro pero no podemos verlo, sumergidos en la fantasía de la democracia. Si antes las revelaciones se hacían ante un Estado para pedirle protección, Assange apuntó directamente al Estado y le dijo a la gente algo que todos sabíamos pero no asumíamos como verdadero: que nos espían sin avisarnos o que nos mienten sobre una guerra. Según Žižek, la importancia de Assange consistió en mostrar los detalles: “Es un poco como enterarse de un engaño amoroso: puede ser aceptable el conocimiento abstracto de la situación, pero el dolor emerge cuando se revelan los detalles ardientes, cuando se consiguen imágenes explícitas de lo acontecido”. Al mostrar lo oculto, dice el filósofo, WikiLeaks hace algo más valioso que decir que hay un régimen opresivo: nos dice que esa falta de libertad existe en un mundo que creemos libre. Nos dice que el país donde vivimos, al cual no le encontrábamos un problema aparente, sí tiene problemas. Nos dice que dejemos de mirar hacia los regímenes dictatoriales como China o Rusia (que ciertamente son autoritarios) y nos enfoquemos un momento en nosotros mismos: ¿cuán libres somos, realmente?

Assange, desde la embajada de Ecuador en Londres, se había convertido en un vocero, no sólo de la censura y la vigilancia en internet, sino en un denunciante de todo tipo de poderes concentrados, desde los medios de comunicación hasta el sistema financiero internacional. También, puso en la portada del debate público el rol de la tecnología usada para controlar a los ciudadanos y la colaboración de las corporaciones para este fi n. En octubre de 2014 publicó Cuando Google encontró a Wikileaks, un libro donde revelaba una conversación que había mantenido en 2011 con Eric Schmidt, el CEO de la empresa. Assange le dijo al mundo que “las empresas como Google y Facebook están en el mismo negocio que la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos” cuando recolectan enormes cantidades de información de todos nosotros la integran y la utilizan, unos con fines comerciales (las empresas de internet) y otros con fines de control de los ciudadanos (los gobiernos). Assange advertía: estamos inmersos en una guerra que lucha entre lo democrático y lo autoritario, y donde no hay buenos y malos fácilmente distinguibles, sino algo más complejo: los grandes poderes cooperan entre sí. Por lo tanto, si los ciudadanos no tomamos las armas para defendernos, eso seguirá pasando.
Desde su asilo siguió comandando su organización, revelando secretos y dando notas a medios del planeta. Cuando, después de sus revelaciones, Snowden tuvo que escapar de Hong Kong, ya sin el apoyo de los medios que lo habían ayudado a difundir sus secretos, Julian Assange y su organización fueron su gran apoyo. “Fue la persecución de inteligencia más grande de la historia de la humanidad —dijo Assange—. Yo estaba en medio de una publicación, tenía temas judiciales en seis jurisdicciones y estaba en el medio de una campaña electoral. Dejamos todo y nos pusimos a trabajar. Invertimos muchos recursos y pagamos un precio muy alto”.

El 20 de mayo de 2013 Edward Snowden llegó al aeropuerto de Hong Kong con sus computadoras llenas de secretos, los ojos resguardados en sus antejos rectangulares y la cabeza tapada por una capucha. Retomó el contacto con Glenn Greenwald y le preguntó si ya había instalado herramientas básicas de seguridad para enviarle una muestra de la información secreta. Snowden no podía arriesgarse a confiarle ningún material si el periodista instalaba, al menos, el programa PGP (PrettyGoodPrivacy), un software que encripta los mensajes y los protege de la vigilancia. Como recordaría más tarde Greenwald en su apasionante libro Snowden. Sin un lugar donde esconderse: “Hacía tiempo que quería usar software de encriptación. Llevaba años escribiendo sobre WikiLeaks, los delatores de ilegalidades, sobre Anonymous y también había establecido comunicación con personas del establishment de seguridad nacional de Estados Unidos.
Por todo ello, el uso del software de codificación era algo que tenía en mente. Sin embargo, el programa es complicado, sobre todo para alguien como yo, poco ducho en programación y computadoras. Era una de esas cosas para las que nunca encuentras el momento”. Entonces Snowden le envió un video subido a YouTube con una guía detallada, bajo el título “Encriptación para bobos”.
Mientras tanto, Snowden había comenzado a mandarle materiales secretos a Laura Poitras, que ya había trabajado con documentos confidenciales. Cuando recibió la información, la documentalista supo al instante que se trataba de una revelación que cambiaría su vida y la del mundo. Lo llamó a Greenwald, que voló de inmediato desde su casa en Río de Janeiro a Nueva York, y lo citó en un bar bajo una condición: no llevar su teléfono celular. Poitras ya sabía que los móviles eran la herramienta perfecta para que los servicios secretos escucharan su conversación. No bastaba con quitarle la batería. Lo que estaba pasando era tan importante que sólo podía decírselo en persona. Tras la reunión, Greenwald también entendió que debían viajar inmediatamente a Hong Kong. Lo de Snowden (aunque todavía no conocían su verdadera identidad) parecía a todas luces verdadero. El periodista aprendió finalmente a cifrar sus comunicaciones, habló con su diario, The Guardian, para que financiaran su viaje y el 1° de junio de 2013 partió con Poitras a Hong Kong. En el avión, leyó el primer documento: en él, el Tribunal de Vigilancia de la Inteligencia Extranjera de Estados Unidos le solicitaba a la empresa de telecomunicaciones Verizon que transmitiera los registros telefónicos de sus clientes al gobierno. La empresa entonces tenía 13 millones de usuarios en el país. La vigilancia era masiva y ese era sólo uno de los miles de documentos. Pero lo más importante de todo: tenían las pruebas. Las sospechas sobre las que periodistas, políticos y organizaciones de derechos humanos habían denunciado y pedido información al gobierno finalmente eran ciertas. Estaban allí. Sólo faltaba hacerlas públicas.
El encuentro de Greenwald y Poitras con Snowden fue tan cinematográfico como una película de James Bond en la era de internet. “La cita se había fijado a la manera clásica de los agentes secretos: en el barrio Kowloon, delante de un restaurante, donde deberían identificarlo gracias al Cubo de Rubik que tendría en la mano. Entonces deberían preguntarle: ‘¿A qué hora abre este restaurante?’. Si el hombre respondía la hora y agregaba que el restaurante era malo, se trataba de su interlocutor”.
Los periodistas se sorprendieron ante la juventud de Snowden, pero lo acompañaron al interior de una habitación del lujoso hotel Mira. Cubrieron la puerta con almohadas para aislar las conversaciones y colocaron sus celulares dentro de la heladera del minibar. A esa altura, todos sabían por qué: la técnica creaba un efecto llamado “jaula de Faraday”, que bloquea la señal de radio e impide que transmita datos a los servicios secretos. Poitras encendió su cámara y Glenn Greenwald entrevistó a Snowden durante cinco horas. “Quería estar seguro de la coherencia de sus afirmaciones”, escribió el periodista. Pero tras la conversación, ya no tuvo dudas. Durante varios días trabajó sin dormir en una serie de notas que publicaría en The Guardian.
El 5 de junio de 2013, cuatro días después de llegar a Hong Kong, el diario británico difundió la primera exclusiva: “La NSA recolecta cada día los registros telefónicos de millones de abonados a  Verizon”84. Al día siguiente, Laura Poitras y Barton Gellman continuaron en The Washington Post85 con una historia todavía más impactante, porque involucraba a casi todos los usuarios de internet del mundo “La NSA y el FBI interceptan información de nueve de las principales empresas estadounidenses de internet, directamente de sus servidores centrales, de donde extraen los chats de audio y video, las fotografías, los correos electrónicos, los documentos y los identificadores de conexión, lo que les permite a los analistas llegar hasta blancos extranjeros”. El mega sistema de espionaje se llamaba Prism, realizaba 2.000 informes mensuales de vigilancia y gastaba anualmente 20 millones de dólares. Las empresas involucradas no eran una parte menor del escándalo, ya que se trataba de casi todas las que utilizamos cada día para nuestra comunicación online: Microsoft, Yahoo, Google, Facebook, AOL, Skype, YouTube y Apple. Tras las revelaciones, todas ellas desmintieron la existencia de su relación con el programa de espionaje. Google comunicó: “Nosotros sólo divulgamos datos al Gobierno Federal de acuerdo con la ley y examinamos cuidadosamente cada petición”. Facebook realizó una declaración similar y Apple señaló: “Nosotros no proveemos ningún acceso directo a nuestros servidores a ninguna agencia gubernamental y toda agencia de este tipo que solicite datos sobre un cliente debe obtener una orden judicial”.
La respuesta del gobierno de Barack Obama también llegó al día siguiente: “Nadie está escuchando conversaciones telefónicas de la gente”. Pero luego relativizó la declaración diciendo que era necesario “balancear” la protección de la vida privada y la lucha antiterrorista. “En términos abstractos, la gente puede quejarse de que esto es el Gran Hermano y de que este programa se nos ha ido de las manos. Pero cuando se miran los detalles, creo que hemos alcanzado el equilibrio correcto”, dijo. Sin embargo, quizá el punto más escandaloso fue una aclaración sobre Prism: “No se aplica a ciudadanos de Estados Unidos”. El Presidente de la máxima potencia del mundo estaba, con esas palabras, admitiendo que su aparato tecnológico de vigilancia estatal sí trabajaba para espiar las comunicaciones telefónicas y mails de ciudadanos extranjeros.
Al día siguiente, el escándalo siguió adquiriendo magnitud. The Guardian publicó online un video de 12 minutos que revelaba la identidad del delator de los secretos. En él, Edward Snowden, filmado por Poitras y entrevistado por Greenwald en Hong Kong, de espaldas a un espejo, con una camisa gris, su tono calmado y seguro, sus ojos marrones detrás de los marcos de los anteojos, decía: “Me llamo Ed Snowden, tengo veintinueve años, trabajé para Booz Allen Hamilton como analista de infraestructura para la NSA en Hawai. Soy como todo el mundo, no tengo ningún talento particular. Soy un tipo más que va a la oficina todos los días, que mira lo que pasa y piensa: ‘No nos corresponde a nosotros decidir sobre esto, es el público el que necesita decidir si estos programas y esta política son correctos o incorrectos’”. En él, también agregaba el sentido que había impulsado su acto de valentía: “Me niego a vivir en un mundo en el que cada cosa que digo, cada cosa que hago, es grabada, en un mundo en el que no hay privacidad, por lo que no hay espacio para el pensamiento libre”.
Ese día de junio y los que siguieron fueron frenéticos para los periodistas, y más todavía para los que escribíamos sobre las consecuencias políticas y sociales de la tecnología. Recuerdo mails, mensajes y llamados de los editores de los medios para donde escribo, de otros colegas que cubren otros temas y a veces me consultan sobre cuestiones de tecnología, y hasta de amigos y familiares. El comentario era el mismo: “Al final, no era exagerado lo que decías sobre cómo internet se usa para vigilar a la gente”. Snowden había confirmado el miedo, había mostrado las pruebas de lo que imaginábamos como real. Ellas eran tan concretas como unos archivos de Power Point horriblemente diseñados —“la NSA necesita un diseñador” fue un chiste común en aquellos días— donde se mostraba cómo a través del programa Prism el gobierno norteamericano trabajaba en colaboración con las empresas de tecnología para espiar a la gente.
Lo que venía escribiendo como periodista, lo que antes había denunciado Assange y otros tantos activistas por los derechos en internet, ahora estaba allí para que todos lo vieran. Ésa era la mejor noticia. Porque transformaba en tangible algo que por momentos era difícil de explicar: en internet, con las herramientas adecuadas y la colaboración de quienes controlan nuestra información, se puede ver todo lo que hacemos. La única forma de que eso no pase es que nosotros lo impidamos, evitando usar productos de las compañías que colaboran con el espionaje, encriptando nuestras comunicaciones y manteniendo el control de lo que decimos, publicamos o subimos a la Red. Ya no se trataba de paranoia. Era real.
Después de conocerse su identidad y el video, Snowden se fue del territorio chino y durante algunas semanas nadie supo de él. Tras varios pedidos de asilo político (entre ellos al presidente Rafael Correa de Ecuador, que ya había ayudado a Julian Assange) y cruces diplomáticos por su destino (por ejemplo, la demora del avión del presidente boliviano Evo Morales desde Moscú, con la sospecha de que allí se escondía Snowden rumbo a América Latina), el informático encontró asilo político en Moscú, donde permanece desde agosto de 2013.
En cuanto se supo la identidad de Snowden, la pregunta era qué lo había motivado a tomar el riesgo de enfrentarse a los grandes poderes. Para Glenn Greenwald en su libro, había un factor generacional y cultural en la decisión de Snowden: tenía que ver con una identidad moral construida en su vínculo con los videojuegos. “La lección aprendida por Snowden de su inmersión en los videojuegos era que una persona sola, incluso la menos poderosa, puede enfrentarse a una gran injusticia. El protagonista suele ser alguien que se ve frente a graves injusticias causadas por fuerzas poderosas y tiene la opción de huir asustado o luchar por sus creencias. Y la historia también pone de manifiesto que personas aparentemente normales con la suficiente firmeza pueden triunfar ante los adversarios más temibles.”
Según el periodista, había otro rasgo generacional en la decisión de Snowden: su visión del mundo se había construido mientras también nacía y crecía la Red: “Como para muchos de su generación, para él internet no era una herramienta aislada para tareas concretas, sino el mundo en el que se desarrollaba su mente y su personalidad, un lugar en sí mismo que ofrecía libertad, exploración y el potencial para el conocimiento y el crecimiento intelectual”, escribió Greenwald. Snowden se lo había dicho así: “Más que nada, internet me permitió experimentar libertad e investigar mi capacidad plena como ser humano. Para muchos niños, internet es un medio de autorrealización. Les permite explorar quiénes son y qué quieren ser, pero esto sólo funciona si somos capaces de conservar la privacidad y el anonimato, de cometer errores sin que nos vigilen. Me preocupa que mi generación sea la última en disfrutar de esta libertad”.
A Snowden lo desvelaba eso: que su esfuerzo quedara como una noticia más de la lista de las más leídas del día y luego se perdiera, sepultada en otras novedades. Un año más tarde, en una entrevista en la revista Wired88, lo decía así: “Es la banalidad del mal. Es como la historia de la rana que se quema de a poco, que no va sintiendo que se muere. Te exponés a un poco de mal, a un poco de leyes que se rompen, a un poco de deshonestidad, a un poco de engaño, a un poco de daño al interés público y podés ignorarlo un poco o justificarlo. Pero si lo hacés, se crea un terreno resbaloso que crece y con el tiempo nada te impacta. Ves todo como normal”. Greenwald lo había advertido: “Permitir a la vigilancia arraigar en internet significaría someter prácticamente todas las formas de interacción humana, la planificación e incluso el pensamiento a un control estatal exhaustivo”. Recordando el origen abierto de internet, amenazado por su uso en manos concentradas bajo procedimientos ilegales, decía: “Convertir internet en un sistema de vigilancia destruye su potencial básico. Peor aún, transforma a la red en un instrumento de represión, lo cual amenaza con crear el arma más extrema y opresora de la intrusión estatal que haya visto la historia humana”.
En octubre de 2014, Laura Poitras estrenó Citizenfour, el documental basado en las entrevistas que le había realizado a Edward Snowden en Hong Kong. En una de sus escenas más conmovedoras —tal vez aún más para los que hoy tenemos 30 y podemos identificarnos generacionalmente con él, con haber vivido una internet mucho más libre—, Snowden dice: “Recuerdo cómo era internet antes de estar siendo observado. Nunca hubo nada así. Digo: podías tener dos chicos en una punta y otra del mundo teniendo una discusión igualitaria, donde estaba casi garantizado el mismo respeto por sus ideas y su conversación, con expertos de un tema en una parte y otra del mundo, sobre cualquier cuestión, en cualquier lado, en cualquier momento. Y era libre y sin restricciones”.
Pero la “bomba Snowden” ya había caído y las consecuencias fueron tan grandes que afectaron internet tal como la conocíamos. En todo el mundo, los presidentes de las potencias espiadas, entre ellos Angela Merkel de Alemania y Dilma Rousseff  en Brasil, advirtieron que el espionaje de Estados Unidos a través de la NSA era inadmisible. Los cables diplomáticos revelados primero por Julian Assange y WikiLeaks en 2010, y ahora las escuchas y monitoreo intensivo de las comunicaciones convertían la tecnología aplicada al espionaje en algo insostenible.
El escándalo no afectó solamente a Estados Unidos. En cada país, el dilema también existía: ¿cómo manejar una información cada vez más concentrada?, ¿cómo dirimir la necesidad de seguridad ciudadana —una demanda genuina— con la privacidad —y la libertad—?, ¿cómo controlar a las agencias y las empresas para que no cometan abusos contra los usuarios-habitantes? Y, de ser así, ¿quién sería el responsable de ejercer ese control?
El coraje de Snowden fue tan contagioso que logró que esos debates se hicieran más públicos. “Hace poco, alguien dijo que las revelaciones sobre la vigilancia masiva de la NSA fueron el momento atómico de los informáticos. La bomba atómica fue el momento moral de los físicos. El espionaje masivo es ese mismo momento para los científicos informáticos: cuando se dan cuenta de que las cosas que producen pueden usarse para dañar a una cantidad tremenda de gente”, decía Snowden desde Rusia. Su acto tuvo la potencia de que volvieran a ser escuchadas las discusiones que venían planteando activistas de internet, periodistas y académicos del mundo: ¿cómo hacer para que internet no se convierta en un arma contra las personas?
Snowden fue el responsable de acelerar esos debates en todo el mundo. Pero también cuestionó, por primera vez, el rol de Estados Unidos en el control de internet. Las propias organizaciones y la estructura de decisiones de la Red se vieron afectadas. Tras sus revelaciones la geopolítica de internet sufrió un terremoto cuyas réplicas se multiplicaron durante los meses y años siguientes. Como esos secretos que estallan un día en una familia y dividen las aguas, las consecuencias del acto de Edward Snowden fueron tan grandes que internet cambió para siempre.
Snowden, junto con Assange, plantearon, cada uno desde su lugar, que internet, además de suponer una época de gran movilización política y denuncias de opresión a través de nuevas herramientas de comunicación, es también una era de guerras que involucran nuestros derechos, especialmente la libertad y la privacidad. Ambos, cada uno con sus bombas cargadas de información, unieron su voluntad común por romper con el secreto. Con eso, arremetieron contra algo fundamental: la ignorancia sobre cómo la tecnología está enmarañada en cada proceso de nuestras vidas. Si mantenemos ese desconocimiento, nuestra vida seguirá igual: confiando ciegamente en otros para que manejen nuestra vida digital. Pero ellos hicieron lo contrario. Al explotar la información que otros ocultaban, dejaron al descubierto que esos procesos no son del todo transparentes, sino que son manejados por personas, grupos de intereses y corporaciones. Al abrir los secretos, Snowden, Assange, Greenwald y miles de activistas por los derechos de internet en el mundo logran generar un debate público sobre un tema que otros prefieren callar obligan a todos a debatir. No sólo a los hacktivistas y los militantes más radicales sino a funcionarios, diplomáticos, corporaciones que tienen que salir a defender sus actos, y legisladores y hasta presidentes que se ven conminados a ocuparse de algunas cuestiones que antes eran sólo territorio de ingenieros o expertos informáticos. Pero cuando los secretos son puestos a la luz, ya están allí y no es posible seguir evitándolos. Las peleas ya no son imaginarias o algo por venir. Se hacen reales. Y se luchan en cada escenario del mundo.

(Capítulo V de Guerras de internet)

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