El trabajo en tiempo de internet: ¿se le puede pedir aumento a un algoritmo?

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Economía gig: ¿cómo pedirle aumento o protestar contra un algoritmo?”, dice una nota del diario La Nación que se pregunta por las consecuencias de las plataformas en las nuevas relaciones laborales. ¿Cómo protestar si una empresa tecnológica que intermedia en nuestro trabajo baja las tarifas de forma arbitraria o cambia los términos y condiciones?

Con las plataformas como mediadoras de nuevos tipos de relaciones laborales aparecen conflictos novedosos a resolver. En realidad, no son los algoritmos ni la economía gig (basada en empleos puntuales e intermitentes y no ya en los puestos permanentes de la era industrial) los que comienzan a definir las tarifas o las condiciones para los trabajadores. Son los mismos dueños de las empresas que antes las fijaban. Sin embargo, aunque ejercen el mismo poder, hoy no son tan visibles, escondidos detrás de las líneas de código y el marketing de sus plataformas.

Son las personas y no las máquinas las que siguen tomando las decisiones. Pero más allá de esto, las plataformas están efectivamente transformando las relaciones laborales.

Durante el siglo XX vivimos un contrato social. El Estado era el mediador entre capital y el trabajo. Junto con los sindicatos, proveía cobertura y protección a los trabajadores y una redistribución entre renta y mano de obra a través de salarios mínimos y acuerdos colectivos. Ese pacto social de la era fordista está cambiando. Pero, a pesar de que las tecnologías aceleraron los procesos de producción, hicieron a algunos de ellos muchos más baratos, las ciencias, la inteligencia artificial y la big data progresa, la desigualdad en el ingreso aumenta. Como explica la doctora en innovación Francesca Bria, actualmente Jefa de tecnología e innovación digital del Ayuntamiento de Barcelona, “las nuevas generaciones se sienten cada vez más excluidas, las vidas están cada vez más atravesadas por una economía financiera donde vivimos endeudados, los salarios bajan y, en medio de esa situación, la gig economy nos propone alternativas laborales, sólo que sin los beneficios de los trabajos de las últimas seis o siete décadas”.

En ese contexto, las plataformas ofrecen opciones de trabajo flexibles, temporales o por proyectos, que prometen nuevas oportunidades de empleo en un panorama de cambios. Pero con una diferencia respecto del esquema anterior: la idea es que nosotros nos adaptemos a ellas y que incluso encontremos positiva la libertad de esos trabajos más dinámicos, sin la cara de un patrón a la vieja usanza. Sin embargo, ¿qué pasa cuando esa libertad, combinada con los menores salarios, se transforma en tener que trabajar hasta las 12 de la noche, en la disponibilidad constante a través de aplicaciones o trabajar en los horarios de mayor demanda para lograr mejores ingresos?

El salto de modernidad puede transformarse también en un retroceso sobre derechos conquistados en el pasado.

Las plataformas tienen incluso manuales de marketing y comunicación diseñados con neologismos que evitan hablar de relaciones de trabajo, para luego evitar demandas laborales. Según reveló el diario Financial Times, la plataforma de entrega de comida rápida británica Deliveroo (que conecta a personas con motos o bicicletas para recoger pedidos de bares o restaurantes y entregarlos a los clientes), diseñó su decálogo luego de sufrir algunos reclamos por parte de los empleados, que se quejaban de que el algoritmo los obligaba a trabajar en horarios pico por menos dinero, y de recibir demandas por accidentes. En vez de empleado, trabajador o colaborador, sugerían decir “proveedor independiente”; en vez de trabajar turnos, decir “contar con “disponibilidad””; en vez de ausencia sin permiso, usar “inactividad”; en vez de evaluación de desempeño, “normas de prestación de servicios”; en vez de salario, ganancia o pago, elegían “honorario”; en vez de precio o tarifa por entrega, “cuota por entrega”; en vez de solicitud de ausencia o descanso, preferían el complicado “notificación de indisponibilidad”; en vez de uniforme, usaban “kit, equipamiento o ropa brandeada” (de brand, marca); en vez de oficina de contrataciones, “centro de proveedores”; en vez de trabajar “para” Deliveroo, trabajar “con” Deliveroo; en vez de flota de conductores, “comunidad de ciclistas”; en vez de despido o renuncia, preferían “terminación contractual”.

Cada vez más sueltos

El trabajo flexible y precarizado -al cual las plataformas tecnológicas contribuyen, aunque las precede- está aumentando en el mundo. Según un estudio del Banco Mundial, en 2013 había 48 millones de trabajadores registrados en alguna de las plataformas que permiten contratar servicios a proveedores individuales y el número está en ascenso. Para 2020, se prevé que el 40 por ciento de los trabajadores estadounidenses sean “contratistas independientes”. En Estados Unidos, entre 2012 y 2014 la cantidad de trabajadores “independientes” en transporte creció un 45 por ciento, contra el 17 por ciento del crecimiento de ese sector en los empleos en relación de dependencia. En Gran Bretaña, según el sitio de chequeo periodístico Full Fact, los freelancers ya son alrededor del 15 por ciento de la fuerza laboral, una tendencia que empezó a crecer desde hace diez años, cuando Uber todavía no existía.

Los optimistas de esta tendencia sostienen que alejarse de los empleos estables y en relación de dependencia tiene relación con la posibilidad tecnológica de trabajar a distancia y por objetivos, sumado a que para las nuevas generaciones tener una carrera profesional ya no es un objetivo importante en la vida. También afirman que la posibilidad de disponer de horarios más flexibles otorga tiempo libre para desarrollar otras actividades.

Pero la precarización creciente del trabajo no es responsabilidad única de las empresas tecnológicas concentradas. Las relaciones laborales están viviendo un proceso más general de transformación.

En un informe preparatorio para su centenario en 2019, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) señaló que se perdieron 30 millones de empleos a partir de la crisis financiera de 2008 y admite que podrían llegar a unos 200 millones a nivel mundial. El organismo proyecta que de aquí hasta 2030 se sumarán 40 millones de personas por año al mercado laboral, que necesitarían 600 millones de nuevos puestos de trabajo para vivir. Pero que solo una de cada cuatro personas empleadas hoy lo hace con un trabajo full time y estable, y la tendencia es que quienes se incorporan al mercado laboral –en todos los rincones del planeta- lo hacen bajo distintas modalidades de trabajo precario.

El reemplazo de algunas tareas o puestos de trabajo por las máquinas es otro factor de preocupación. Foxconn, la fábrica más grande del mundo (productora del iPhone de Apple, entre otros), que emplea a más de un millón de trabajadores en China, ya está instalando 10 mil robots por año en sus plantas. Amazon tiene 15 mil robots en sus centros de distribución. Al mismo tiempo, las empresas tercerizan hacia sus propios clientes el trabajo que antes hacían humanos. Por ejemplo, los call centers que antes atendían personas se sustituyen por sistemas automatizados y los cajeros de supermercado dejan su lugar a máquinas autoservicio. En la cadena de supermercados Tesco de Gran Bretaña el 80 por ciento de las compras ya se hacen por esa vía.

La tendencia que es clara: la inteligencia artificial y las máquinas reemplazarán o desplazarán crecientemente las tareas repetitivas y rutinarias. Según el economista especializado en tecnología Brian Arthur, esta economía en la que las computadoras hacen negocios con otras computadoras reemplazará, hacia 2025, el trabajo de alrededor de 100 millones de personas en todo el mundo. Investigaciones recientes indican que el 35 por ciento de los trabajos en Gran Bretaña, e incluso más en Estados Unidos, corren el riesgo de ser automatizados.

La otra evidencia es que se están destruyendo más trabajos de los que se crean, mientras los gigantes tecnológicos obtienen ganancias enormes. Al mismo tiempo, los trabajadores poco calificados son empujados hacia el sector de servicios de la economía, con bajos salarios o trabajos temporarios en ventas, restaurantes y transporte, hotelería y cuidado de niños y ancianos.

A quién reclamar

¿Cuánta responsabilidad le cabe a la tecnología en la pérdida del trabajo? Una parte. En La segunda era de las máquinas, los investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee señalan que, efectivamente, el salto tecnológico está destruyendo más trabajos de los que crea. Sin embargo, en ese libro, considerado central en las discusiones sobre el cambio en el empleo y rankeado entre los best-selles del New York Times, advierten que el mayor problema lo está creando la desigualdad económica y no la tecnología. A partir de ese argumento, los autores dedican un capítulo entero a explicar que las grandes empresas de plataformas tecnológicas, al quedarse en posiciones monopólicas, dejan poco espacio para el crecimiento de otros jugadores del mercado. Por lo tanto, crean desigualdad y no contribuyen a generar oportunidades económicas para el resto de la sociedad.

La tecnología, en sí misma, no produce la reducción del trabajo. Salir a romper las máquinas no será la solución. “Al echarle la culpa a la tecnología lo único que hacemos es repetir un triste capítulo de nuestra historia. Al fin y al cabo, ya una vez reaccionamos ante la explotación destruyendo las máquinas y no conseguimos mucho”, escribe la periodista alemana Mercedes Bunz, haciendo referencia al movimiento ludita que, hacia 1800, congregó en Europa a obreros que rompían artefactos durante el nacimiento del capitalismo industrial.

Aunque las máquinas transformen las condiciones en las que se realiza el trabajo, lo que convierte a las personas en mano de obra barata es la avaricia de los antiguos pioneros industriales o de los mega empresarios de las plataformas tecnológicas. La innovación no es el problema, sino que unos pocos sean dueños de ella y el resto tenga que adaptarse a sus modelos de negocios y algoritmos. Si lo pensamos bien, sugiere Bunz, más que la mala fama de las tecnologías, lo que permanece es la codicia de los empresarios.

Despejado el dilema de las máquinas, resta preguntarnos si los gobiernos pueden hacer algo para que el cambio no afecte tan desigualmente a las personas.

Con los sistemas de seguridad social en crisis y con políticas sociales de austeridad, el salario universal se plantea como una solución. La idea de un ingreso común a todas las personas que funcione como una asistencia social durante este momento de nuevo cambio tecnológico es propuesta tanto desde la izquierda radical como desde el neoliberalismo. Una de las funciones de ese salario común sería incluso constituirse en un sostén básico mientras las personas se vuelven a capacitar en las nuevas tecnologías.

Los mismos dueños de las grandes tecnológicas que hoy generan la desigualdad están a favor de esta idea. “Para Silicon Valley, el salario básico es una herramienta de protección para la gente que perderá su trabajo a causa del cambio tecnológico y al mismo tiempo, una forma de volver a un Estado austero que elimine la burocracia previsional”, explica Francesca Bria. “Google.org es una de las fundadoras de un experimento que proveerá a 6 mil kenianos de un ingreso básico durante una década. Y Combinator, una de las empresas aceleradoras de startups más influyentes de Silicon Valley, está desarrollando un proyecto sobre salario básico con una prueba piloto en Oakland”. También hay países que están experimentando con distintas variantes el sistema, como Canadá, Finlandia, Holanda y Suiza.

Sin embargo, desde una perspectiva crítica al neoliberalismo, muchos señalan que estas ideas serían sólo un paliativo, ya que sin un cambio en la distribución real de la economía de mercado la renta seguiría yendo a las grandes corporaciones. Tampoco está claro todavía quién tendría que pagar por ese salario universal: si serían los propios Estados o se implementaría a través de un impuesto a las grandes empresas tecnológicas.

Tal vez la solución requiera cambios estructurales. En vez de un salario universal que funcione como paliativo, un camino más sustentable sería cobrar más impuestos a las empresas tecnológicas, a sus esquemas financieros que las nutren y atacar a los paraísos fiscales por donde evaden impuestos. De esa forma, una mejor distribución estaría más cerca. Para que eso suceda, los funcionarios, es decir, la política, tiene que volver a confiar en su poder por sobre la economía. Incluso volver a pensarse a sí mismos como los verdaderos innovadores y dueños del futuro.

Las plataformas: ¿Colaboración o extracción?

Si las plataformas son las fábricas de la era de las redes, es lógico que su impacto sobre las relaciones laborales nos esté enfrentando a nuevas preguntas que los gobiernos, las empresas y los sindicatos tienen que resolver en el futuro cercano. Al ser globales y atravesar todo tipo de países –cada uno con sus regulaciones-, comprender su impacto y cómo regularlas hoy es fundamental en términos de distribución del ingreso, de justicia y de equidad.

El primer problema es que aun cuando las empresas de plataformas se llaman a sí mismas “economías colaborativas”, está claro que no lo son, sino que utilizan ese término como un marketing positivo. Las plataformas como Uber son, en realidad, compañías tradicionales que utilizan internet para intermediar y extraer las ganancias de muchos individuos conectados. No generan nada parecido a relaciones sociales de colaboración. Mientras respeten sus condiciones y ganancias, las personas pueden salir y entrar de una plataforma-negocio cuando quieran.

“Un término como ‘plataforma’ no cae del cielo. Se extrae del vocabulario cultural disponible por partes interesadas con objetivos específicos y se masajea cuidadosamente para tener una resonancia particular”, advierte Tarleton Gillespie, profesor de Comunicación de la Universidad de Cornell, en su artículo “Las políticas de las plataformas”. Como ejemplo, señala el caso de YouTube, una plataforma de entretenimiento que se parece más a los medios tradicionales de lo que le gustaría admitir. “Al igual que con la radiodifusión, sus elecciones sobre qué puede aparecer, cómo está organizado, cómo se monetiza, qué se puede eliminar y por qué, y qué permite y prohíbe la arquitectura técnica, son todas intervenciones reales y sustantivas en los contornos del discurso público. Plantean los dilemas tradicionales sobre la libertad de expresión y la expresión pública, y algunos sustancialmente nuevos, para los cuales hay pocos precedentes o explicaciones”. Aunque suponen problemas nuevos, Gillespie señala que al adoptar sin críticas el discurso de las plataformas también adoptamos la idea de que ellas son neutrales y abiertas, y mejores que los modelos anteriores. Pero no lo son.

¿Cómo sería Uber si fuera un proyecto verdaderamente cooperativo? Probablemente, dice Fossatti, se adaptaría a la realidad de cada ciudad, “ya sea por el sector del transporte, por los gobiernos locales o por redes autónomas de personas, o quizá por un convenio entre las tres partes”. Y agrega: “Sería una hermosa posibilidad de debatir públicamente sobre movilidad y llegar a nuevas políticas en beneficio de todos. Pero no es el caso. Uber desembarca en cada ciudad con estrategias de presión sumamente agresivas ocultas tras el marketing de su slogan ‘Uber Love’. Incluso, una vez instalada la empresa en un territorio, se han reportado prácticas desleales contra los competidores directos que no tardan en llegar: los ‘uber baratos’, como Lyft”.

El activista español Rubén Martínez Moreno, investigador en el Instituto de Gobierno y Políticas Públicas de la Universidad Autónoma de Barcelona, también advierte sobre los intentos del capitalismo de plataforma por maquillarse como “economía colaborativa”. “No les interesa saber si la gestión es más o menos democrática, si se cierran o abren los datos y quién los explota, si se reparte equitativamente la riqueza producida, si se fiscaliza la actividad económica y ni mucho menos conocer el impacto social y territorial de su actividad”, escribe en la revista Contexto y Acción. Martínez Moreno alerta sobre el discurso de las grandes compañías que hablan de “toda esa colaboración social que produce economías más sostenibles y justas” mientras promueven, por ejemplo, modelos de trabajo sin protección para los trabajadores. Qué es, más bien, eso que hacen las grandes plataformas, se pregunta. La respuesta la encuentra en algo que, hace un siglo y medio, ya había estudiado Karl Marx: extraer beneficio privado de la cooperación social. “Dicho fácil: 12 obreros trabajando de manera coordinada durante una jornada laboral producen mucho más que un obrero trabajando 12 jornadas laborales. Ese plan disciplina la cooperación para hacer la producción más rentable para el empresario”, dice, y está claro que podemos ver, en muchas compañías “modernas e innovadoras” un plan en el que la cooperación produce un gran beneficio, pero nada novedoso, sino que se trata de un eufemismo mediado por tecnología para algo que ya conocíamos: trabajar mucho para que otros ganen.

Publicado en revista Brando en agosto de 2018

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