Las telecomunicaciones en Argentina, de Sarmiento a De Vido

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Guerras de internet – Natalia Zuazo (Debate, 2015)

Capítulo II

Las telecomunicaciones en Argentina, de Sarmiento a De Vido

 

“Sólo podemos hablar de estar conectados como de un estado mental porque damos por sentadas las conexiones físicas que nos permiten estarlo.” Andrew Blum – Tubos (2012)

 

Una mañana de mayo de 2014, hace un año, mi proveedor de internet decidió mostrarme su poder.

Tras un viaje abrí el mail, intenté borrar rápido el spam de la madrugada para responder lo importante, mientras abría varios sitios de noticias a la vez para volver al mundo. Sin embargo, algo se interponía. Las páginas se quedaban tildadas, formando unos círculos que giraban pero no se decidían a cargar. Le eché la culpa a mi ausencia: seguro que durante ella un corte de luz había desconfigurado el módem. Lo desenchufé y lo volví a encender. Pero nada. De repente, se interpuso una pantalla blanca que me pedía pagar online mi servicio de 10 megas y aprovechar una promoción para comprar espacio en la nube y guardar muchísimos megas más, aunque esa mañana ni siquiera me podía conectar. Era obvio: mi proveedor se estaba metiendo conmigo.

Llamé al servicio técnico. Con amabilidad de manual, Diego, el operador, me guió por los chequeos de rutina. Me hizo reiniciar el módem y en menos de tres minutos me informó que el problema estaba solucionado. Mi furia de usuaria estaba más calmada, pero mi oficio de periodista quería una respuesta. Después de cinco preguntas, Diego se cansó y me dijo la verdad: “Tenías atascado un paquete de publicidad en la línea”. Tal vez agotado de mentirle a los clientes, me dijo que mi proveedor, Telefónica, quería promocionar un nuevo servicio y hasta que el cliente no hacía clic para verlo (algo que yo no hacía), la publicidad insistía en aparecer y bloquear la navegación. Seguramente, Diego no sabía que yo era periodista y estaba escribiendo un libro sobre internet. No se lo dije, pero yo lo sabía: la empresa, como dueña de los caños y los cables, podía meterse con mi conexión, mis megas y mi paciencia. Era técnicamente capaz de hacerme ver lo que quisiera (aunque, por supuesto, eso no era ético). Tampoco le dije nada de eso. Le agradecí por su tiempo y lo califiqué con un 10 en la encuesta de calidad de la llamada en agradecimiento a su falta de confidencialidad con los secretos de su empleador.
Pero no sirvió. Durante un año, una vez al mes, la pesadilla se repetía. Como en la película El día de la marmota, en vez de despertarme el mismo día una y otra vez, mi tragedia era que internet se atascaba. Lo mío no era un mal sueño. Yo sabía por qué pasaba.

Las empresas nos hablan de internet como una nube de ondas que atraviesan el aire, de hilos que nos cruzan por todos lados y llegan a nuestra computadora o teléfono cuando necesitamos un camino libre para mandar un mail o descargar una foto.

Pero la internet real es distinta. Está hecha de conexiones físicas y sociales muy concretas. Los hilos por donde viajan los bits se pueden tocar. Son tubos, caños, edificios. Son lugares, en medio de la ciudad o en galpones alejados, donde la información entra, se interconecta, se ordena, se empaqueta y sigue viajando. Y los manejan personas: los dueños de las empresas, sus empleados, sus accionistas. Internet está hecha de lugares con pasado, con sonidos, colores y olores, con hombres —y pocas mujeres— que instalan y reparan aparatos. Cada vez que lanzamos algo a la Red —subimos, posteamos, comentamos, retuiteamos, etc.— estamos alimentando a ese monstruo, como proteínas en forma de bits: una letra, un número, un pixel que va por algún cable, se cruza en algún servidor o queda alojado en otro. Porque los recorridos de internet también son reales. Si quisiéramos trazar la ruta de nuestra información, sólo necesitaríamos de un papel para anotar las coordenadas geográficas de los caminos. Luego, esos puntos unidos nos darían un dibujo situado en lugares reales. Su infraestructura siempre está cerca de nosotros.

¿En qué cambia para nosotros saberlo, si sólo nos interesa conectarnos? ¿Por qué habría de interesarnos ese mapa mientras internet funcione? “Si no está roto no lo arregles”, dice una frase muy citada en el mundo de la tecnología y de internet9. Sus defensores técnicos señalan que mientras todo marche bien no hay que “tocar” nada. Sin embargo, esa idea es engañosa y esconde muchos riesgos para nuestro futuro.

Conocer el mapa de internet y su funcionamiento es conocer el territorio que habitamos.

La tecnología está presente en cada acción de nuestra vida: los saludos de cumpleaños. La petición política que firmamos virtualmente desde el sofá. El video de gatitos más visto de la semana. La búsqueda de un dato sobre una empresa poderosa. El perfil de nuestro próximo empleador. Todo eso que buscamos y hacemos pasa por el entramado físico instalado y controlado por unas empresas que no vemos, pero que están allí. Nos resulta más cómodo suponer que el chat que deslizamos con el dedo hacia abajo en la pantalla touch del celular se diluye en el aire, que el video que terminamos de ver se desvanece cuando cerramos la pestaña, que el perfil que analizábamos con precisión de detective nunca supo que estuvimos allí. Pero nuestras huellas quedan en cada cable y en cada servidor de un grupo de empresas. Ver el video de gatitos, hacer un curso online o compartir nuestras fotos son la parte del iceberg que vemos, pero que en su base se sostiene por grandes corporaciones, leyes y lobbies.

Internet se basa y se nutre de confianza: la de las redes que se unen para transportar la información y la nuestra, hacia las empresas que transportan esos datos. Nos preocupamos por averiguar quién va a cuidar a nuestros hijos o el estado financiero del vendedor de nuestro próximo auto. ¿Por qué entonces no nos preguntamos acerca de las empresas por donde pasan nuestras vidas digitales?

En la Argentina, el 65% de los habitantes usa internet. Para conectarse, 8 de cada 10 personas podemos elegir entre los tres proveedores que dominan el mercado: Speedy de Telefónica, Arnet de Telecom y Fibertel del Grupo Clarín. Con 1,8 millones, 1,7 y 1,6 clientes, respectivamente, las tres compañías conforman un oligopolio que deja poco lugar a la competencia. El 78% de los argentinos conectados se agrupa en el 30% del territorio: Capital Federal, Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Mendoza. Estas cinco provincias, las más habitadas y con mayor rentabilidad para ofrecer servicios, forman un “anillo” donde conectarse a internet es más fácil (en general, hay varias opciones para elegir) y donde existe una calidad de conexión superior a la del resto del país. Las empresas más pequeñas se encargan del resto del mapa y llegan a los lugares que “las grandes” no alcanzan, porque hay menos habitantes y, por lo tanto, menos clientes. En estas áreas, conectarse a internet es más caro, el servicio es de muy baja calidad o directamente no hay cobertura Además de la concentración en pocos proveedores y la centralización geográfica, en Argentina internet es lenta y cara, comparada con la de América Latina y el mundo. La velocidad promedio de conexión del país es de 5 megas por segundo, casi 4 veces menos que el promedio mundial de 18. En comparación regional, es menos de la mitad de los 9 megas que ostenta Uruguay, los 11 de Brasil y los 12 de México. La distancia se acrecienta frente a los 24 megas promedio de Estados Unidos y Rusia, los 47 de Suecia o los 53 de Corea del Sur. La velocidad promedio de la internet local es comparable a la de Perú, Libia y Angola. Aun así, la baja calidad no implica que sea más barata. Argentina tiene uno de los precios de internet más caros de la región, sólo superado por México, otro de los países con un mercado altamente concentrado, dominado por el monopolio Telmex de Carlos Slim, el segundo hombre más rico del mundo, después de Bill Gates.

Cada centímetro de internet tiene dueño. Somos ciudadanos de esos territorios conformados por cables, servidores, direcciones, redes sociales, aplicaciones. Si después de saberlo igual aceptamos seguir en ellos, tal vez lo haremos por otras razones: porque no hay otra opción, porque es más cómodo, porque es más barato. La diferencia es que ya no será desconocido. Después de saber, mirar para otro lado será elegir, o aceptar pero sabiendo en qué lugar de ese mapa estamos parados.

No obstante, además de ubicarnos hoy, conocer el mapa es vital para el futuro. Porque la Red no está en paz. Porque en ella sucederán gran parte de los conflictos de los próximos años: la lucha entre proveedores de tránsito (quienes nos conectan) y contenidos (las empresas que manejan los datos) por la neutralidad de la Red; la guerra por la libertad de expresión que ahora tiene un nuevo campo de batalla en las nuevas plataformas online; los conflictos entre monopolios y creadores por los derechos de autor; la pugna entre usuarios, empresas y gobiernos por el control de los datos personales y la privacidad; internet y la tecnología utilizadas como arma de vigilancia global de los ciudadanos. Saber quiénes son sus dueños, qué parte opera cada uno y cómo llegó a ocupar su lugar de poder nos permitirá entender las guerras que vienen y cómo defendernos en ellas. No entender esa cartografía es vivir en una habitación oscura. Pero conocerla es más sencillo de lo que parece. Y no siempre el secreto que prima en las cuestiones de la tecnología es conspiración de las empresas. A veces se trata de no habernos hecho algunas preguntas elementales. ¿Qué camino recorre nuestra vida digital cada día?

Los empleados del kiosco de la avenida Corrientes y Paraná, en el centro de la ciudad de Buenos Aires, atienden de a dos. En cada esquina de la gran avenida donde vive el Obelisco, los teatros, los estudios jurídicos y las librerías, hay un local igual al otro. Durante 24 horas, dos chicos de veintitantos años se hacen compañía para dar abasto en las horas pico. Ahora, con el sol después del almuerzo, la dupla de kiosqueros descansa. Se sientan de costado en unas banquetas altas y chequean sus notificaciones de Facebook en el celular. Uno le muestra al otro la chica que quiere invitar a la salida del turno a tomar algo a la noche. Se intercambian los celulares, se muestran un chat de WhatsApp.

—¡No! ¿Qué hacés? ¿Cómo le vas a decir eso? Te re zarpaste —se queja el más chico, de buzo a rayas.

Su compañero se ríe y vuelven a cambiar los teléfonos.

Ellos no lo saben, pero están parados sobre el monstruo de internet.

De pie en esta esquina de la ciudad, mirando hacia abajo, el recorrido de internet deja de ser invisible. Las redes que los empleados del kiosco usaron para mirar sus fotos y mandar el mensaje están aquí, debajo de sus pies y de los míos. Con la vista en el asfalto, el mapa de las conexiones emerge ante los ojos. Como Alicia en el País de la Maravillas, pisar las baldosas desde la esquina del kiosco, pasando por uno y otro mojón hasta el negocio de camisas para abogados a mitad de la cuadra, es recorrer la historia de las comunicaciones en Argentina. Aquí pasan desde los cables de teléfonos a las conexiones internacionales y se puede seguir incluso la historia de las compras y fusiones de las empresas hasta llegar al mapa actual.

Sobre la calle pisoteada de taxis vacíos y colectivos viejos, hay una tapa redonda. Decorada con hexágonos pequeños, tiene la marca de Entel, la ex empresa telefónica estatal, luego privatizada y convertida también en proveedor de internet a través de Telecom y Telefónica. A su lado, una doble tapa rectangular señala que por esa misma calle pasaron instalaciones de Impsat, una de las primeras empresas argentinas que prestaban servicios de comunicaciones e internet al exterior, parte del Grupo Pescarmona y adquirida en 2006 por la multinacional Global Crossing (luego a su vez comprada por Level 3). Subiendo la vereda están las compañías de internet. Telecom —un rectángulo con un logo en medialuna— y Telefónica —una tapa más pequeña con su nombre en letras redondeadas— son las dos compañías telefónicas que tienen presencia de internet en todo el país, al que se dividieron en zonas de operación tras la privatización de 1990. Entre las dos, hoy tienen casi el 60 por ciento del mercado a través de sus proveedores Speedy y Arnet. El tercer proveedor con más abonados, Fibertel, acapara casi el 25 por ciento de los usuarios, que se conectan a través de su servicio de internet y televisión por cable. Debajo de nuestros pies, en esta vereda, también está su marca: son las tapas plateadas que dicen CV, las siglas de Cablevisión, la empresa de cable de la compañía y su nombre legal. Un poco más cerca del subte y de la entrada de algunos edificios, pueden verse las cubiertas metálicas de dos empresas más pequeñas, que prestan servicios en la ciudad y algunos centros urbanos del país: Metrotel, señalada con un adhesivo azul y celeste, e Iplan, oculta bajo su nombre legal: NSS (por los apellidos de sus fundadores: Nofal, Saubidet y Stewart). Ya más lejos, una gran tapa revela con un círculo a rayas un nombre conocido internacionalmente: AT&T, que tuvo una presencia importante en Argentina hasta 2004 y actualmente presta servicios corporativos de transmisión de datos y se prepara para crecer en un segmento de gran potencial futuro: la banda ancha móvil.

En el futuro, los arqueólogos podrán mirar el suelo de esta esquina y descubrir las capas de la historia de la Red. Internet está aquí, a la vista, con la condición de querer verla tan simple como puede ser: cables y aparatos conectados entre sí. Sin embargo, su recorrido comenzó mucho antes que esta foto y le agrega el desorden de un animal que fue mutando. Internet está hecha de capas, al igual que la ciudad. Pero además, las capas de la Red, como las de la metrópoli, fueron mutando y reflejan, aún hoy, otros cambios: los de la sociedad, la economía y el poder, y de los hombres que decidieron su crecimiento y su forma. A través de esa historia también se construyó el mapa

El miércoles 5 de agosto de 1874, a las dos de la tarde, el presidente Domingo Faustino Sarmiento inauguró en la Casa de Gobierno las comunicaciones internacionales de la Argentina con Europa a través de un cable de telégrafo transatlántico. La conexión unía Buenos Aires y Montevideo, subía hasta Brasil hasta llegar a Pernambuco. Desde allí cruzaba el océano Atlántico hasta Lisboa. El día fue feriado y en la tapa del diario La Nación, bajo el título “Gran fiesta nacional”, se leía: “La República se halla desde hoy al habla con todos los países del mundo civilizado. De hoy en adelante, las pulsaciones del pensamiento humano podrán repercutir, casi simultáneamente, en todas las naciones de la tierra. ¡Gloria al progreso y a la civilización de nuestro siglo!”. Sarmiento, el mayor impulsor del invento, decía que, a partir de ese día, los pueblos alejados comenzaban a convertirse en “una familia sola, un barrio”. Sus palabras eran, 115 años antes de la aparición de internet, una premonición de la idea de la Red, de “la gran aldea” de seres humanos comunicados sin importar su ubicación en el mapa.

Con el telégrafo y con cada salto tecnológico que afectó las comunicaciones modernas se produjeron dos cambios simultáneos. El primero es el cambio del invento “en sí”, el que afecta tiempos y espacios. El segundo son las instituciones y relaciones sociales, y las formas de pensar que ese cambio lleva consigo. Como decía el teórico cultural Raymond Williams, lo que altera nuestro mundo no es el medio de comunicación en sí, sino los usos que le da cada sociedad, que va adoptando tecnologías y prácticas de forma complementaria, superpuesta, conflictiva. Así sucedió desde el telégrafo a internet.

El telégrafo producía un cambio tecnológico vital: el tiempo le ganaba al espacio. Por primera vez en la historia de nuestra especie, los mensajes podían ir más rápido que lo que se tardaba en llevarlos de un lado al otro. Sarmiento había sido testigo, en 1847, de los primeros tendidos de líneas telegráficas en Francia. Unos años después, como embajador en Estados Unidos, había asistido a la inauguración del primer cable submarino entre Estados Unidos y Europa. En 1849, desde Chile, ya no ocultaba su entusiasmo. Los telégrafos, decía, “aceleran las comunicaciones hasta desaparecer toda idea de distancia”, pero se quejaba, también, de que en Argentina no había una voluntad política para invertir en el progreso de las comunicaciones: “Las rutas reales son necesarias, pero también hay que construir las rutas de la palabra”.

Las líneas telegráficas existían en Argentina desde 1857, con la presidencia de Bartolomé Mitre, en la época dorada de los ferrocarriles. Las primeras se habían tendido en paralelo a las vías del flamante Ferrocarril Oeste, que unía Plaza Lavalle con Moreno en la provincia de Buenos Aires. Tres años después se inauguraba la primera línea pública de telégrafos de la Argentina, que usaba un equipo Siemens alemán para transmitir mensajes en el código inventado por Samuel Morse: puntos, rayas y espacios, uno tras otro, en un tracatrá tracatrá rápido y rítmico de una palanca de hierro contra una madera. Pero mientras que para 1862 el mundo ya tenía 240.000 kilómetros de telégrafos (24.000 en Gran Bretaña, 128.000 en el resto de Europa y 77.000 en América), en Argentina se discutía si había que invertir en la innovación. Finalmente, el avance de la economía y la necesidad de comunicación de la guerra terminaron por imponer la innovación, de la mano de sus grandes promotores: Sarmiento y su ministro del interior Dalmacio Vélez Sarsfield.

En esos años de segunda Revolución Industrial y positivismo filosófico, hacer política era hacer progreso, y hacer progreso era hacer ciencia. Los mapas se desmalezaron para imponer los avances del mundo: rutas, puertos, frigoríficos, ferrocarriles y petróleo; y con armas: matando pueblos originarios o mandando a los pobres a morir a la guerra. Las dos eran tareas fundamentales para la idea de progreso de la Nación en el siglo XIX. En 1864 la provincia de Buenos Aires le concedió a una compañía inglesa la instalación y el uso de un sistema telegráfico para unirla con Montevideo. Se instaló un cable telegráfico subacuático en el Río de la Plata, de 44 kilómetros entre Punta Lara y Colonia del Sacramento, que se completaba con 160 kilómetros que iban por el aire. El resto lo hizo la guerra contra Paraguay, que aceleró el tendido de líneas para comunicar las noticias del combate entre las ciudades de Rosario y Corrientes.

El siguiente salto en las comunicaciones fue la expansión de la red telefónica argentina, que llegó a ser la más importante de América Latina en las primeras décadas del siglo XX. En 1878 comenzaron los ensayos con teléfonos construidos en Buenos Aires, dos años después de la primera comunicación telefónica del mundo (en Boston, Estados Unidos). El “tracatrá” del telégrafo era reemplazado por el “riiing” de los nuevos aparatos que comenzaron a instalarse en las residencias particulares de los hombres del poder de la época: el entonces ministro del Interior Bernardo de Irigoyen, el presidente de la Nación Julio Argentino Roca y el intendente de Buenos Aires Torcuato de Alvear. Muy pronto, en 1881, ya había un servicio comercial en el país, ofrecido en conjunto con empresas europeas y norteamericanas que proveían inversiones y tecnología.

La Unión Telefónica del Río de la Plata, con capitales y administración inglesa, contaba con 6 mil abonados en 1886, y prestó servicios hasta 1929, cuando —ya con 196 mil líneas— fue comprada por la norteamericana International Telephone and Telegraph Company. Desde 1887, la competencia era la Compañía Telefónica Argentina, que en los primeros años del nuevo siglo instaló las primas centrales telefónicas automáticas en varias ciudades claves de la economía argentina: Córdoba, Rosario y Buenos Aires. Cien años antes de la aparición de internet, las compañías de telecomunicaciones ya habían trazado el mapa que luego repetiría el anillo de la actual Red: el triángulo cordobés-rosarino-porteño ya era el más conectado de la Argentina.

Los avances que llegaban de Europa impulsados por la Primera Guerra Mundial y la creciente demanda de los consumidores argentinos, los ciudadanos que se integraban a la Nación luego de las grandes oleadas inmigratorias, dieron en la década del 20 del por entonces nuevo siglo el siguiente gran salto de tecnología y crecimiento de la red. Los procedimientos manuales se automatizaron y se inauguraron centrales en distintos barrios porteños: Barracas, Retiro, Plaza (en Barrio Norte19). En 1929, los teléfonos también se conectaron con el mundo: ese año se consiguió el primer enlace internacional entre Argentina y Europa. En 1946, durante el gobierno de Juan Domingo Perón, el Estado cambió su rol de ordenamiento y control de las empresas telefónicas y comenzó a intervenir directamente en la provisión y venta de servicios. Creó la Empresa Mixta Telefónica Argentina, con la que nacionalizó los activos y pasivos de la Unión Telefónica. Diez años más tarde creó Entel (la Empresa Nacional de Telecomunicaciones), que funcionó durante 34 años con capitales estatales y enfrentó los desafíos que supusieron el gran crecimiento de las comunicaciones internacionales, la llegada de los satélites y luego internet. Los ingenieros que trabajaron en la empresa durante esos años fueron también beneficiarios del Estado: se formaban en escuelas técnicas de prestigio y asistían gratis a las universidades nacionales creadas para formarlos en los oficios tecnológicos, como la Universidad Tecnológica Nacional, inaugurada en 1959, también por impulso de los fuertes sindicatos de la época. Gran parte de esa generación de jóvenes que ingresó al mercado laboral entre los 60 y los 70 fue luego la que se encargó de la instalación de la infraestructura de internet en Argentina. Como sucede ahora con los estudiantes de programación y sistemas, las empresas los contrataban antes de terminar la facultad para instalar equipos y cables en grandes centros de comunicaciones que procesaban una creciente cantidad de conexiones entre la Argentina y el mundo.

Desde 1969, en la esquina porteña de Cangallo (hoy Perón) y Talcahuano, Entel tuvo su Centro de Conmutación Internacional en un edificio de varios pisos, donde se dividían los operadores de las llamadas y los técnicos que manejaban los equipos de transmisión y las mesas de pruebas de las tecnologías que se iban incorporando a las comunicaciones. Veinte años después del primer enlace internacional que se hizo en Argentina, en ese edificio se resolvían todas las llamadas del país hacia el exterior. Pero nada era directo ni fácil ni rápido. Cada conexión se hacía manualmente, previo llamar al triple cero, hablar con una amable operadora (de día; porque la ley todavía no permitía a las mujeres trabajar de noche) y comunicarle el destino de la llamada. Los circuitos internacionales necesitaban chequeos constantes, uno por uno, porque cada conexión se hacía punto a punto y cada canal tenía que estar en condiciones para tomar una llamada tras otra. La demanda era inmensa, sobre todo para España, Italia, Estados Unidos, los países donde los argentinos tenían familiares y las empresas, clientes. La tecnología del momento era el cable coaxial de alta capacidad, inventado en la década del 30 y que gracias a sus distintas capas y conductores de electricidad, permitía realizar simultáneamente más llamadas con mayor velocidad. La compañía estatal también se hizo cargo de las transmisiones por satélite que comenzaron en Argentina también 1969, el día exacto que el ser humano pisó la Luna. Las transmisiones se operaban con ingenieros en las estaciones terrenas de Balcarce —al sudeste de Buenos Aires— y de Bosque Alegre —cerca de Alta Gracia, en Córdoba—.

También en los 60, comenzaba el siguiente salto tecnológico: el progresivo reemplazo de la era analógica hacia la digital. Los recién inventados microchips iniciaron la carrera por reducir el espacio de los equipos, hasta llegar, en los 80, a la era de la fibra óptica. En 1972, durante la dictadura de Alejandro Lanusse, se sancionó la Ley Nacional de Telecomunicaciones 19.798, que desde entonces y hasta 2014 regularía esa área.

Sin embargo, en medio de esos avances que cambiarían el mapa de las comunicaciones del mundo, el 13 de noviembre de 1990 Entel dejó de ser estatal. En ese momento, con tres millones y medio de líneas telefónicas fijas, operadas en un 90% por la compañía, el gobierno de Carlos Menem decidió su privatización. Fue una negociación férreamente dominada por el Poder Ejecutivo, que desestimó quejas de la oposición, intercedió con los sindicatos y aceleró un proceso destinado a obtener la confianza de los capitales extranjeros y los organismos financieros internacionales, mientras se renegociaba la deuda externa. Las privatizaciones, pero sobre todo la de los teléfonos, fueron resueltas vertiginosamente, acompañadas por un optimismo de los medios de comunicación que sostenían que “desprenderse de las empresas públicas significaba acabar con la inflación, la ineficiencia y la baja productividad” y una opinión pública que compartía la idea de la poca eficiencia del servicio, ejemplificada en la demora de más de un año que tardaba la empresa en instalar una línea.

Un año antes, recién iniciado el gobierno de Menem, se había sancionado la Ley de Reforma del Estado. Más conocida como la ley Dromi, por el apellido del ministro de Obras y Servicios Públicos que la había impulsado, la norma sentaba las bases de futura oleada de privatizaciones: autorizaba por decreto no sólo el paso a manos privadas de las empresas, sino también la desregulación y desmonopolización de los servicios públicos. Sin embargo, más que una ley desreguladora del mercado, terminó funcionando en favor de una serie de empresas que, amparadas por el Gobierno nacional, crearon un nuevo escenario de monopolios, esta vez en manos privadas.

En el caso de las telecomunicaciones, Telecom y Telefónica, las dos empresas beneficiadas en el proceso, se repartieron las líneas telefónicas del país como el botín de una guerra: el Norte para la primera, el Sur para la segunda, estableciendo un monopolio que dura hasta hoy. Las llamadas internacionales, por su parte, pasaron a depender de una nueva empresa, Telintar, para la que se adquirieron equipos y routers nuevos.

—Compramos como locos, durante años, después de las privatizaciones.

Así recuerda esos años Ernesto Curci, el ingeniero que hoy cuida los cables maestros de internet de Level 3 (que salen de Las Toninas) y en los 90, como parte de las telefónicas, se encargó de la instalación previa de la infraestructura de las comunicaciones internacionales que darían nacimiento a internet.

En ese proceso, fueron los mismos ingenieros que antes se encargaban de probar circuitos y perillas en el edificio de Entel de Cangallo, ahora empleados en las telefónicas de capitales españoles, quienes se abocaron a la tarea de adaptar la infraestructura para conectarse con el exterior. Primero lo hicieron a través de los cables que ya cruzaban el océano Atlántico hasta Europa para las llamadas internacionales y con algunas conexiones satelitales. Más tarde, entre 1999 y 2001, también fueron los encargados de construir, en Las Toninas, las estaciones de amarre de cables submarinos que luego albergarían los primeros tendidos de fibra óptica.

Pero antes de las privatizaciones argentinas, entre 1987 y 1992, sucedieron en el país y en el mundo una serie de avances fundamentales para el invento futuro: internet.

En 1984, en el mundo, la computadora personal o PC empezaba a aparecer en las publicidades televisivas, en las revistas y en las cadenas de productos para el hogar como un objeto de deseo para las familias. Los fabricantes, con IBM y Apple a la cabeza, las hacían cada vez más chicas y portables: las sacaban de las universidades e institutos científicos, reducían los espacios que ocupaban en las oficinas y hacían otros modelos, más pequeños, para que cada familia incorporara la computadora como un mueble más, como antes había sucedido con el televisor.

En Argentina, en 1987, las computadoras no eran algo masivo, pero ya había algunos hogares privilegiados que las tenían (como el mío, con mi IBM PS/2) y algunas empresas y universidades comenzaban a usarlas. Fue justamente un grupo de docentes e investigadores de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires el que, en ese año de la primavera alfonsinista, dio uno de los primeros pasos de internet en la Argentina. Con una PC con 10 megas de memoria —menos de la capacidad de un celular actual—, un grupo de pioneros de la carrera de Computador Científico logró enviar los primeros mails. En agosto de ese año, el ingeniero Carlos Mendioroz, del mismo equipo, inscribió el registro de dominio superior de argentina, es decir, el .ar. El 23 de septiembre, comenzó a funcionar. Argentina estrenaba su pasaporte en la confederación de países conectados a internet.

Unos años después, algunos de esos integrantes del grupo fueron convocados por la Cancillería argentina para crear una red que la conectara con las embajadas y delegaciones del mundo. “Como quien no quiere la cosa”, recuerda el ingeniero Jorge Amodio, protagonista de la historia, realizaron la primera conexión a internet. El 17 de mayo de 1990, a las 19.55, Argentina se convirtió en uno de los primeros países de América Latina en conectarse a la Red. Además de la Cancillería, las primeras conexiones en Argentina las utilizaron las universidades, que fueron creando una serie de redes de intercambio entre ellas y con el exterior.

En el mundo, internet había nacido oficialmente un año antes. En 1989, el británico Tim Berners-Lee había establecido la primera comunicación entre un cliente y un servidor y había nacido la web. En 1991 el acceso ya era público en Estados Unidos y desde 1993 ya existían navegadores que traducían los enlaces en hipertextos entendibles por todos. El resto, lo sabemos: portales, mails, buscadores, redes sociales, gatitos, selfis, estrellas efímeras de YouTube, odiadores compulsivos de Twitter, comentadores seriales de noticias en portales de información. Pero en los 90 eso recién empezaba y en Argentina, además de los académicos, también se sumaban emprendedores que se las ingeniaban para comprar enlaces y armar sus redes.

Sin embargo, todavía debían suceder una serie de conflictos entre el Estado argentino, las empresas proveedoras de servicios y los nuevos jugadores que buscaban insertarse en el nuevo mercado de internet.

En 1990, el pliego de privatización de Entel le había otorgado siete años de exclusividad a las empresas prestadoras de servicios, Telecom y Telefónica, con la posibilidad de extensión por tres años más, si cumplían con las inversiones requeridas en el acuerdo. La telefonía fija había quedado en manos de las dos empresas. Pero otros servicios, como los satelitales de datos, en los primeros años de internet en Argentina, estaban fuera de toda regulación y podía ofrecerlos cualquier empresa. No obstante, el gran obstáculo era que todos los enlaces internacionales había que comprarlos a la empresa que se había quedado con las comunicaciones internacionales, Telintar. Y esa empresa, durante años no habilitaba enlaces, y si lo hacía, ponía unos precios exorbitantes. Algunas universidades y grupos de investigadores reclamaron el acceso a esos enlaces, en un momento en que conectarse a la Red ya era un requerimiento profesional indispensable para comunicarse con otras universidades y centros de investigación.

Por ese motivo, internet no fue masiva hasta 1995, cuando se creó Startel, el primer proveedor de internet del país, una empresa que contaba con participación Telecom y Telefónica en partes iguales. Ese año se inició la Red comercial, que usaba la red telefónica para conectarse e introducía un nuevo sonido característico a las comunicaciones. El sonido que abría la puerta al mundo para navegar en una Red que entonces ya tenía 30 millones de usuarios en el mundo. Junto con Colombia, Argentina fue el país latinoamericano en el que más crecieron los accesos a internet. Pero los precios todavía eran muy altos y se cobraran por minuto.

En 1997, cumplidos los siete años de exclusividad que habían fijado las privatizaciones para Telefónica y Telecom, el gobierno de Carlos Menem extendió el acuerdo por tres años más, aun cuando las empresas no habían cumplido con las inversiones. Las dos empresas seguían siendo las principales operadoras del nuevo mercado de internet, hasta que, en 1999, con el nuevo gobierno de Fernando de la Rúa, se inició una apertura del mercado hacia nuevas empresas, buscando atraer inversiones.

—Desde la Comisión Nacional de Comunicaciones hicimos una campaña avisando a las empresas que podían venir a invertir —recuerda Henoch Aguiar, especialista en telecomunicaciones y parte de la comitiva del gobierno de la Alianza que viajó a Washington y Londres a vender esa apertura a las empresas de telecomunicaciones del mundo.

Quince años después, Aguiar, un hombre de énfasis, en palabras y gestos, lapicera en mano, defiende su decreto 764 de 2000, que permitió a las empresas de comunicaciones ampliar el mercado y construir lo que hoy sigue siendo la base de internet: los cables submarinos de fibra óptica y la posterior red que unió en anillos a todo el país.

—Necesitábamos la mayor cantidad de competencia posible. Esa apertura hizo que vinieran seis mil millones de dólares en los peores años de la Argentina.

A partir del decreto del 9 de noviembre de 2000 llegaron inversiones de Impsat (Grupo Pescarmona), Techtel (Tecnhint y Telmex), Keytech (AT&T), Global Crossing (luego comprada por Level 3) y las mismas Telefónica y Telecom, que se sumaron a la carrera para no quedarse detrás.

Entre 1999 y 2001, se produjo la mayor expansión en caños, tubos y cables de internet de la ciudad de Buenos Aires y del país. Fueron seis mil millones de dólares invertidos en redes de internet en tres años, mientras el país atravesaba una de las peores crisis socioeconómicas de su historia, que había terminado con un 22% de desocupación y 39 argentinos muertos por policía en las protestas callejeras del 19 y 20 de diciembre de 2001. En ese país que estallaba y se veía en las portadas de los entonces nuevos medios online, crecía la infraestructura de la nueva tecnología de masas. La imagen del “progreso” le ganaba a la crisis. O se le imponía. En Las Toninas, las empresas de telecomunicaciones contrataban la experiencia de multinacionales como Alcatel y Tyco, que ya instalaban redes en el mundo y empleaban a operarios e ingenieros locales en un frenesí por construir contra reloj. En el preciso momento de la apertura del mercado, en noviembre del año 2000, querían tener sus estaciones de amarre de fibra óptica listas para empezar a operar los cuarenta mil kilómetros de cables instalados. Esa bestia submarina de luz y cable es la que todavía hoy usamos y por la que hoy van y vienen nuestros datos.

En los siguientes quince años, la Red creció según las necesidades del mercado. El 70% de los argentinos, concentrados sólo en el 30 por ciento del territorio, tienen una buena conexión, que no está por sobre los estándares regionales. Pero el restante 30 por ciento que ocupa la mayor extensión del territorio tiene una conexión de muy baja calidad.

Hoy, muchas ciudades pequeñas tienen una conexión 10 o 20 veces peor que las grandes áreas urbanas. La red de Telecom tiene 21.650 kilómetros y la de Telefónica 25.000 kilómetros, pero todavía existen partes del territorio de Argentina que se encuentran subconectadas. Esto llevó a que, desde 2011, el Estado argentino se sume a la expansión de la infraestructura a través del programa Argentina Conectada27, con el objetivo de tender redes complementarias a las de las empresas privadas allí donde, por razones de inversión económica, las tres compañías que dominan el mercado no llegan. Hasta ahora, se construyeron 15.453 kilómetros de la red y 4.494 kilómetros se compraron de otras empresas. Adicionalmente, se firmaron acuerdos con Telecom y Telefónica para acceder a 8.305 kilómetros de sus redes. Eso suma 28.252 kilómetros, de los 58.000 que espera instalar el proyecto. El objetivo del plan, además de llegar a lugares sin conexión (y a escuelas, bibliotecas y dependencias públicas) es que el Estado se convierta en otro proveedor de internet y sumar otro jugador que baje los precios. El plan hasta ahora avanzó en estos resultados. En la provincia de Tierra del Fuego, instaló 100 kilómetros de fibra óptica para cruzar desde el continente por el Estrecho de Magallanes y resolver un déficit histórico de conexión de los habitantes y las empresas de tecnología de la isla, que antes se conectaba solo mediante radioenlace, una tecnología cara y susceptible de funcionar mal por razones climáticas.

Junto con esta intención de intervención estatal en las comunicaciones digitales, el 29 de octubre de 2014, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, presentó el proyecto de ley Argentina Digital, para reemplazar y modernizar la Ley de Telecomunicaciones de 1972. El anuncio fue sorpresivo pero necesario, ya que la antigua legislación había quedado no sólo vieja, sino antigua, luego de los cambios en las tecnologías. En 2014, pero desde décadas anteriores, ya se había iniciado el llamado proceso de convergencia, es decir, la capacidad de proveer distintos servicios a través de una misma infraestructura: voz, audio, video y datos en general. Si en los 60 se necesitaba “un cable” para ofrecerlos por separado, cincuenta años después los avances permitían hacerlo con el mismo.

—Vamos a tener redes que le faciliten a la gente acceder al mayor universo de información posible dentro de lo que técnicamente los argentinos estamos en condiciones de ofrecer —dijo el ministro de Planificación Federal, Julio de Vido, la mañana de la presentación del proyecto de ley en el microcine del Ministerio de Economía.

De Vido defendía el flamante proyecto en el contexto de otras iniciativas que había desarrollado el Estado nacional en los últimos años con el objetivo de reposicionar a la Argentina en su soberanía de comunicaciones. Entre ellas se encontraba el Arsat-1, el primer satélite geoestacionario construido en el país, que se había lanzado ese mismo mes de octubre, con una gran repercusión en los medios. Para el Gobierno, la puesta en órbita del Arsat era parte de un ese plan de infraestructura digital que también incluía el tendido de redes de fibra óptica de Argentina Conectada y ahora una nueva ley, que iba a modificar también la competencia en el mercado. Por eso, la misma mañana en que se presentaba Argentina Digital, el ministro de hacienda Axel Kicillof, lo defendía:

—Por un lado están las redes, el transporte, el cable que te llega a tu casa. Ésa es una cuestión. Y separado de eso están los contenidos. Este proyecto pone como servicio público la infraestructura que permite que lleguen a tu casa los datos. Todo es digital, no analógico. Lo que llega adentro del cable, el contenido, es libre. Esta ley no regula contenidos.

El proyecto presentado proponía regular y abrir el mercado de “los caños”, pero prometía no inmiscuirse en lo que sucediera con los contenidos. Al mismo tiempo, permitía a otras empresas (no solo a las telefónicas, sino también a las audiovisuales) brindar servicios de telecomunicaciones, en especial los de Triple Play (la provisión de servicios de datos y voz por parte del mismo proveedor). Con esto, la ley proponía adaptar a la Argentina al cambio tecnológico y convertir a su futura autoridad de aplicación también en una reguladora de las ulteriores inversiones, velocidades de conexión y acuerdos de interconexión de las redes. El objetivo era dar una mayor intervención del Estado en un mercado concentrado, donde los usuarios siempre quedaban atados a las decisiones corporativas en un servicio tan básico como las telecomunicaciones. Otro punto importante de Argentina Digital era que, por primera vez en una legislación nacional, se dejaba por escrito el concepto de neutralidad de las redes, es decir, la imposibilidad de que los prestadores de internet manejaran el tráfico con discrecionalidad (por ejemplo, dándole menor velocidad a servicios para ver películas o a redes sociales de uso masivo, para evitar la saturación de sus “caños”). Y además fi jaba la inviolabilidad de las comunicaciones, una medida relevante, en tanto garantizaba que ningún proveedor, organismo público o privado podía atentar contra lo que los ciudadanos escribieran o compartieran en su uso diario de internet. En la letra, el proyecto era casi “idealista” en muchos aspectos con los que la legislación de telecomunicaciones no se había inmiscuido en décadas. Tal vez también por eso los especialistas recomendaron cautela: los monopolios telefónicos, audiovisuales, tecnológicos y de contenidos seguramente se enfrentarán en los próximos años con un Estado dispuesto (al menos en su discurso inicial) a interceder en sus poderes, concentrando él también una gran potestad de decisión en manos de la nueva autoridad de aplicación de la ley.

Luego de intensos debates en las comisiones de comunicaciones de la Cámara de Diputados y Senadores, la ley Argentina Digital fue aprobada, el 16 de diciembre de 2014. Para algunos legisladores opositores, organismos de derechos de internet y académicos, la sanción fue apresurada. Entre las críticas, se señala que la autoridad de aplicación, es decir, el órgano encargado de implementar la norma a futuro, cuenta con atribuciones excesivas y pocos mecanismos de control. También hubo disconformidad en algunas empresas telefónicas, que se quejaron de que la ley no estaba hecha para facilitar las inversiones por la gran injerencia estatal. Sin embargo, desde la Secretaria de Comunicaciones, Argentina Digital fue defendida para intervenir en el mercado y para garantizar que los distintos proveedores (telefónicas, empresas de cable o de internet) interconecten sus redes con arquitecturas más abiertas, desagregando las estructuras locales. Es decir, el objetivo —en lo escrito— es romper, o al menos debilitar, el monopolio actual de las comunicaciones digitales.

Hay un punto en el que oficialistas, opositores y académicos coinciden: el sendero estará plagado de obstáculos.

Finalmente, en la Argentina y en el mundo las tecnologías siempre avanzan, o se imponen, por necesidades de los usuarios o (más frecuentemente) del mercado. Las leyes pueden impulsarlas, reprimirlas o modificar su adaptación para dar más o menos ganancias a las empresas, pero el camino es hacia adelante. Por las guerras que aceleran los inventos, por el mercado y su necesidad de vender lo nuevo a la mayor cantidad de consumidores posible, o por la inevitable necesidad del ser humano de comunicar sus noticias (corriendo de un pueblo a otro, en los inicios de la civilización; reduciendo distancias con inventos, más tarde). Pero también por la seducción esperanzadora de todo “progreso”. Esa que hoy nos sigue cautivando cuando la vemos avanzar en la ciudad, con una capa que tapa a otra, tal vez todas ellas invisibles mientras caminamos, conectados a la radio, a los mails, a los mensajes para encontrarnos con alguien en la otra esquina.

 

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