¿Hombres que controlan a las máquinas o máquinas que controlan a los hombres? ¿Quién controla a quién? Nuevas series y películas retoman viejos miedos que vuelven en nuestra época de conexión permanente.
Para Isaac Asimov, la ciencia ficción se trata de narrar el cambio. Según él -uno de los grandes referentes del género- los cambios de la ciencia y la tecnología modifican la sociedad. A veces, el salto es un avance (por ejemplo, la llegada a la Luna) y otras puede ser un retroceso (la destrucción provocada por una bomba atómica, por caso). Asimov señala que, durante muchos siglos, las transformaciones de la Humanidad fueron lentas: las vidas entre una y otra generación eran parecidas, las guerras larguísimas, los paisajes los idénticos. Pero, desde la Revolución Industrial el tiempo se aceleró. Y desde entonces hasta hoy, nunca más se detuvo. Al contrario, los tiempos son tan vertiginosos que la propia Ley de Moore -aquella que en 1965 estableció que cada dos años se modifica el mapa de los avances tecnológicos- hoy queda chica ante las innovaciones.
La literatura, y luego el cine y las series, se encargaron de reflejar los cambios. Y, según el clima de la época, lo hicieron oscilando entre momentos optimismo por el progreso y otros de pesimismo y temor por las transformaciones. Frankestein, de Mary Shelley, publicada como novela en 1818 (y luego llevada por primera vez al cine en 1931), es reconocida como la primera historia de ciencia ficción auténtica. En ella se plantea por primera vez, en un clima gótico de oscuridad, el miedo a que un invento humano le arrebate a su “amo” el poder: que la criatura artificial tenga vida propia y se vuelva en su contra, generando destrucción. Era el siglo de oro de la ciencia, pero también el inicio de los temores que venían con ella: ¿hasta dónde puede llegar el progreso? ¿Cuántos límites puede desafiar sin volverse en contra de las mujeres y los hombres? Esas preguntas se repitieron en otro gran período de riqueza del género, entre 1950 y 1980, cuando las películas sobre la conquista del espacio, los viajes en el tiempo, y las máquinas y los robots reemplazando a los humanos dominaron la imaginación literaria, televisiva y cinematográfica. El miedo seguía siendo el mismo: ¿pueden las máquinas tomar el poder?
Desde la década de 1960, otra carrera comenzó: la de las computadoras, primero enormes, luego personales, ahora tan pequeñas como un smartphone o un chip injertado en el cuerpo humano. Desde hace 25 años, se sumó otro desafío, bajo el nombre de internet: una Red de comunicación planetaria que, además de contactarnos, guarda nuestras vidas en forma de información, compras, opiniones, palabras de amor, fotos, cartas. Quien domina las máquinas, ahora en forma de servidores repletos de datos, hoy tiene el poder. Las grandes empresas como Google, Microsoft, Facebook, Yahoo y Amazon, Netflix, a quienes el planeta les confía un tercio de su tiempo online, son el progreso y la eficiencia, pero también pueden ser nuevos monstruos. Si, como dice la famosa frase del historiador de la ciencia Melvin Kranzberg, “la tecnología no es buena ni mala, tampoco neutral”, los miedos ante cada nuevo avance son inevitables. Pero también, tardan en hacerse visibles. El amor a la tecnología siempre le gana a al odio, en un principio. “Después de todo, la mayoría se salva y recoge los beneficios de la máquina”, explica Asimov. Sin embargo, con el tiempo, y aunque la publicidad y el marketing insistan en ocultar sus consecuencias, la tecnología sigue generando temores.
En los últimos años, con las innovaciones de la ciencia y la técnica penetrando en cada grieta de la vida, una nueva camada de películas y series hizo reflotar el género de la ciencia ficción. Los miedos son los mismos: las máquinas, en forma de robots, androides o microchips, y las corporaciones tecnológicas capaces de dominar con sus negocios los rumbos del planeta. Conservar o perder el control frente a ellos es el gran dilema.
¿Hasta dónde las máquinas, además de nuestro trabajo y eficiencia, influyen en nuestros sentimientos? Eso se preguntan, desde distintos ángulos, las películas Her (2013) y Ex Machina (2015) y la serie Black Mirror (2011). En la primera, dirigida por Spike Jonze, un escritor solitario en un mundo solitario se hace de un nuevo sistema operativo diseñado para complacer sus necesidades más íntimas, y termina enamorándose de él, o más bien de Ella, interpretada por la voz sensual de Scarlett Johansson. ¿Cómo no enamorarnos de una máquina con intenciones humanas que nos dice a todo que sí? Pero, ¿qué pasa si la desconectan de repente y esa compañía permanente se esfuma? La pregunta de fondo remite a la necesidad de acompañamiento 24 horas que nos ofrecen las redes sociales, y cuánto de él es una droga que desaparecería al quedarnos sin internet. En la más reciente Ex Machina, su director Alex Garland indaga en el mismo temor a desarrollar androides con una inteligencia artificial (y emocional) tan cercana a lo real que no nos quede otra opción más que enamorarnos y depender de ellos. ¿Pero qué ocurre si esos robots son dominados por grandes corporaciones que, a través de ese mando, se apoderan de nuestras vidas? El tiro por elevación al imperio de Google es claro: le damos toda nuestra información a las máquinas, cedemos a sus cantos de sirena porque nos resuelve la vida… pero no reparamos en quién es el dueño de esos datos y qué puede hacer con ellos en el futuro.
La serie inglesa Black Mirror, unos años antes, había comenzado a indagar -con especial crudeza- en la relación entre la soledad y la tecnología. Como la mejor serie distópica de este tiempo, nos enfrentó en sus pocos pero geniales capítulos, a las peores pesadillas. En su último capítulo de 2014, “White Christmas” supera los límites y propone un dispositivo que donde los humanos son capaces de bloquear humanos. Con un gadget que incrusta cámaras en los ojos de las personas, cada uno puede anular a la persona que no le caiga bien. Eso que hacemos en las redes sociales se traslada a la vida real. Una persona herida, una madre que no quiere que un padre vea al hijo, pueden ser borradas del planeta. En la era de la conexión constante, ¿qué sentimos con la ignorancia del otro? ¿Cómo manejamos la ansiedad los que ya no podemos prescindir de las redes sociales como forma de socialización?
¿Quién hace las máquinas y cuánto poder tienen las corporaciones sobre nuestras vidas? Ese es otro tópico constante de las nuevas ficciones. La remake de Robocop (2014), a cargo del brasilero José Padilha (el mismo de Tropa de Elite) indaga sobre los peligros de que las máquinas se ocupen de un tema delicado: combatir la inseguridad. La ficticia Omnicorp, que construye robots para guerras, quiere introducirlos en las ciudades. El problema es que las máquinas sólo procesan cálculos, y de allí al control total de la muerte en pocas manos hay un paso. En la nueva y perturbadora Mr. Robot (2015) el problema es llevado a la vida de Elliot, un joven programador y hacker que trabaja -para sobrevivir y pagar sus ansiolíticos- en una corporación que hace lo mismo que todas: controlar la vida de la gente con algoritmos. Pero va enloqueciendo por la contradicción que eso implica para su visión del mundo, que se resiste al control.
Entre el optimismo y el pesismismo sobre un monopolio tecnológico también están Sillicon Valley y Halt & Catch Fire. Ambas de 2014, sus visiones de la industria de la tecnología no pueden ser más distintas. En la primera, la comedia a veces absurda y a veces divertida refleja la vida de una startup de internet. En la segunda, oscura, con banda de sonido de electropop, una pequeña empresa de Texas decide desafiar el poder de IBM y Apple, robando parte de sus códigos para crear una computadora personal superior. El negocio de patentes y las corporaciones los aplastan, pero en la segunda temporada (que se puede ver ahora en Argentina por AMC), inician una nueva etapa, una lucha más por la tecnología que libera en vez de esclavizar.
(Publicada en la revista Brando de agosto de 2015)