¿Por qué el Estado quiere tener todos nuestros datos?

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Cómo una escena de la última película de Bourne sirve de ejemplo sobre el uso de los datos de los ciudadanos por parte de los gobiernos.

“Me quiero salir de esto”, dice el joven CEO de la compañía de social media que se hizo millonario con el dinero que el Estado le dio para fundar su empresa, a cambio de entregar toda la información de sus usuarios al capo de la CIA, y al gobierno de su país. “Ya es tarde”, responde Dewey, el jefe de los espías, que tampoco puede prescindir de los datos en tiempo real que les entrega a sus servidores Deep Dream, la red social que todos los usuarios aman, pero de la que desconocen esa “puerta trasera” que los mantiene monitoreados las 24 horas. La escena es de la última entrega de la saga Bourne, donde tras las persecuciones majestuosas, Matt Damon y sus protagonistas nos dicen algo del mundo. En este caso, la moraleja se nos hace cercana: “Una vez que tus datos están en manos de otros, es difícil controlar qué hacen con ellos”.
La noticia que nos trajo el miedo a la puerta fue la decisión de la Jefatura de Gabinete argentina, a cargo de Marcos Peña, de firmar un acuerdo con Anses para que el gobierno pueda utilizar su enorme base de datos para “comunicarse mejor con los ciudadanos”. De inmediato, se generó el debate, no solo entre los opositores a la gestión de Cambiemos, sino también entre algunos de sus votantes, que a su vez expresaron una incomodidad frente al “velo corrido” de ser expuestos ante la administración estatal. Fue uno de esos momentos de los que salimos de ese letargo donde cedemos todos nuestros datos sin preguntar a quién (privado o público).

La última vez que nos preocupamos por la privacidad de nuestros datos fue a partir de las revelaciones de Snowden en 2013, cuando el ex consultor de la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos mostró cómo la agencia recolectaba masivamente datos de los ciudadanos en cooperación con empresas privadas. El efecto fue positivo: el tema se instaló como preocupación. Algunas personas comenzaron a indagar en las preferencias de sus aparatos, a usar medidas de seguridad; las empresas adoptaron un marketing de la privacidad que beneficia a sus usuarios, y los gobiernos, hoy más expuestos, toman algunas medidas (al menos públicamente) en el tratamiento de los datos. En el caso de Argentina, en cada clase de facultad, charla pública o presentación en las que expongo sobre estos temas, surge un comentario: “Bueno, pero no nos centremos solo en cómo las empresas privadas usan nuestros datos; acá en Argentina nos podían espiar a través de la tarjeta SUBE”. Suelo responder que sí, el caso de la SUBE tuvo un fallo de seguridad por el cual quedaron al descubierto datos de las personas que la usaban. Pero también muestro otros casos de recolección de datos del Estado que tenemos que mirar: el sistema de datos biométricos Sibios y los datos que recaba cada municipio con las cámaras de seguridad, entre otros. También, que un Estado no puede funcionar sin información de sus ciudadanos, y no puede ser el mismo que hace 40 años. La tecnología cambia y los datos son cada vez más y más precisos. Nos facilitan hacer trámites, sacar turnos, procesar la información. El punto es cómo se manejan esos datos, quién los maneja y, sobre todo, quién controla a aquellos que manipulan nuestros datos. En esto, Argentina solo es uno más en el mundo de los países que tienen que resolver ese punto. Con la posibilidad de obtener, procesar y manipular cada vez más información en tiempo real, se facilita la administración pública, pero también se genera un nuevo problema: cómo hacer eso respetando los derechos de las personas.

Argentina y la mayoría de los países modernos tienen leyes de protección de datos personales. La nuestra, sancionada en el año 2000, nos protege bastante bien de los abusos que las empresas privadas puedan hacer de nuestros datos. Sin embargo, todavía establece excepciones y permite que las distintas agencias del Estado compartan datos de los ciudadanos, firmando convenios entre sí. Es decir: toma todo el Estado como una gran empresa, donde cada ministerio o agencia es un “compartimiento”. La preocupación actual entonces es válida: la Secretaría de Comunicación maneja no solo los mensajes de la gestión diaria, sino también mails, redes sociales, llamadas y SMS durante las campañas políticas. Si el equipo al frente de las dos tareas es el mismo, ¿quién evita entonces que los datos no se traspasen con discrecionalidad? Cambiemos es el primero que domina el marketing digital tanto en campaña como en gobierno. Eso no es necesariamente malo (al contrario, habla mal de quienes no lo hicieron bien antes) si se hace con límites y bajo la ley.

La voluntad de control de la información no tiene partido político ni ideología. Sin embargo, se hace más irresistible de controlar cuantos más datos se producen en tiempo real. Pero si la posibilidad de aprovechar los datos existe, también existiría, por ejemplo (y dando una idea a los funcionarios), la opción de preguntarle a la gente si da el consentimiento para ofrecer sus datos para enviarle información, qué tipo de noticias quiere recibir o si no quiere recibir ninguna. Como ciudadanos, y personas, tenemos derecho a “estar solos”, a no querer ser bombardeados con mensajes las 24 horas o a recibirlos de parte de los organismos a los que confiamos nuestros datos. Esa también sería una gran medida de transparencia, que además ubicaría al ciudadano en el centro de las decisiones.

Este debate, como así también el de si debemos reformar la ley de datos personales (como acaba de hacer la Unión Europea poniendo a la gente antes que las empresas y los gobiernos), es una oportunidad de pensar en el futuro. También, de volver a pensar con más cuidado sobre lo que cedemos de nuestra vida, esos intercambios diarios de privacidad que dejamos en manos de otros. Si esa discusión se da fuera de la paranoia, será un negocio para nosotros como ciudadanos y para los gobiernos, que tendrán una confianza real en que la transparencia no sea solo un eslogan, sino una realidad llevada adelante por leyes. El norte no es dejar de ser modernos o modernizar el Estado. El objetivo es serlo, pero no perder en el camino los derechos que ya conquistamos. El otro camino es el oscuro, el de Bourne. Pero estamos a tiempo de no tomarlo.

(Publicado en Revista Brando – Septiembre 2016)

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