El gobierno de Mauricio Macri considera a la comunicación digital como un recurso central de su gestión. Allí se plasma el discurso oficial en las redes, pero también se libra la batalla de la información falsa. ¿Cuál es el límite de la política de las redes sociales?
La tercera semana de agosto de 2016 los coordinadores del equipo digital de Cambiemos recibieron un informe que podía parecer negativo: la palabra “mafia” aparecía en las redes sociales relacionada a la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal a razón de más de tres mil menciones diarias. Siguieron leyendo los gráficos, levantaron la vista de sus pantallas y se unieron en una sonrisa. “La gente en las redes sociales le manda su apoyo, le dice que resista y sea fuerte contra los corruptos de la policía y el servicio penitenciario. Tenemos un 45 por ciento de menciones relacionadas con #coraje, un 20 con #orgullo y un 15 con #fuerza. ¿Cómo lo aprovechamos, chicos?”. En los días siguientes, la dirigente con mejor imagen de Cambiemos transformó un discurso de víctima (amenazas telefónicas, cajones revueltos, cartuchos de escopeta) en uno de heroína: “Hacer lo correcto en la provincia de Buenos Aires pone incómodos a algunos sectores. Pero es lo que votó la mayoría: un cambio”, le dijo al presentador estrella de CNN en Español, Carlos Montero, tomando un café en La Biela para 48 millones de personas en América Latina y Estados Unidos.
Durante los meses siguientes, la fórmula del éxito (Vidal versus la mafia) se repitió en cada entrevista. Rindió tanto que la gobernadora volvió a utilizarla en la apertura de las sesiones bonaerenses de 2017. De “Heidi” a “una nueva Thatcher”, el big data aplicado al distrito más áspero del país había aportado un cambio de guión triunfante. Y la idea había salido de un resumen semanal de monitoreo de redes sociales, uno de los cientos que analiza la gestión desde que asumió (y desde la campaña).
La victoria no era la primera en el campo de internet. El equipo digital de Cambiemos le estaba redituando otro insumo útil al Gobierno y confirmaba que la comunicación es la política de Estado más exitosa de su año y medio en el poder. También ratificaba que la semilla que había plantado Jaime Durán Barba en 2009, cuando empezó a construir las bases de datos y el equipo digital para “Macri presidente”, no sólo había logrado ese objetivo, sino que ahora en la gestión se convertía en un insumo central de la política diaria. El “más que comités, necesitamos manejar bien las redes sociales” del ecuatoriano no era novedad para nadie en el gobierno, que desde su asunción invirtió sostenidamente en recursos humanos y económicos para alimentar esta idea. En efecto, en 2016 el equipo de redes de Cambiemos gastó 163 millones de pesos del presupuesto argentino, 87 de los cuales se invirtieron directamente en publicidad en las redes. Con esto, el gasto en redes sociales (especialmente Google y Facebook, que sumados se llevan el 70 por ciento de la pauta digital) superó, por primera vez, lo que se invierte en medios digitales (como Infobae, Minuto Uno, El Destape web) (1).
Lo que es y lo que también es
Subestimado bajo el mote de “Call center Pro”, “oficina de los trols” o “subsecretaría de redes sociales”, la estructura de comunicación digital es algo que el gobierno se toma con absoluta seriedad. Liderada por el jefe de Gabinete, Marcos Peña, y el subsecretario de Vínculo Ciudadano, Guillermo Riera, (que antes manejó la campaña online), con estrategia del asesor Julián Gallo y nexo con la Secretaría de Comunicación Pública de la Presidencia, unas setenta personas integran el web team de Cambiemos que trabaja desde la Casa Rosada (donde también funcionaba el equipo digital kirchnerista) y el ex edificio de Somisa en Diagonal Sur. El equipo se encarga de generar contenidos y de mantener las redes sociales macristas (Facebook, Twitter, Instagram, Snapchat, YouTube). Además, monitorea cada palabra que se dice sobre ellos: minuto a minuto, durante un acto, una inauguración o un programa de televisión, en Jujuy, en Pilar, sobre Esteban Bullrich y el conflicto docente, sobre Patricia Bullrich y un operativo narco, sobre el vestido de Juliana Awada o la simpatía canina de Balcarce. Todo se mide. Todo se reporta. También, los nombres de los tuiteros o influencers que dominan la conversación sobre temas públicos, tanto si son los mismos funcionarios, periodistas, personajes nacidos en las redes sociales, fakes (perfiles falsos de los propios políticos o celebridades) o cualquier ciudadano que un día sube una foto controvertida y salta a la fama.
Hasta allí lo normal. Lo que, con más o menos recursos, debería hacer cualquier equipo digital de un político (en gestión, en campaña o ya retirado al mando de una ONG). Tomarse en serio la comunicación digital no es opcional. Como dice Manuel Castells, la política se juega en el terreno de la comunicación. Y uno de esos terrenos son las redes sociales, a las que entramos un promedio de 14 a 20 veces por día, también para hablar del país. Si la política está en el bolsillo de la gente, si los jóvenes de 14 a 30 años se informan principalmente por internet, si las redes permiten llegar a audiencias segmentadas, y si además “lo que se dice en las redes” hoy nutre a los “medios tradicionales”, no tener una estrategia digital es condenarse al fracaso.
Pero, lejos de la imagen de la startup cool de Silicon Valley de máquinas expendedoras de gaseosas y viernes de mascotas, llevar adelante una estrategia de redes es algo más parecido a hacer malabarismos con varias espadas a la vez para, tal vez y al fin del día, no salir derrotado.
¿Eso también significa manejar ejércitos de los tan temidos trols, instalar temas, noticias falsas o desvirtuar debates? Mal que les pese a nuestras almas puras, la respuesta es un rotundo sí. No hay (en el mundo) equipos digitales que no se encarguen (también) de estas tareas. Lo hacen dentro de la misma estructura oficial o desde otras paralelas; con los recursos del Estado o con fondos difíciles de rastrear; con personas que muestran su vida pública y con otras que la ocultan. Pero hay una buena noticia: de la misma forma que la big data le informa al poder cada actividad de nuestro día al instante, ese mismo monitoreo constante hace que, tarde o temprano, nos enteremos de los “malos manejos” de las redes sociales. La transparencia funciona para todos. Sucede en Argentina y más allá: tuiteros argentinos ofreciéndose masivamente como voluntarios para romper una huelga docente o denostando al Conicet, trols con sueldo de Peña Nieto inundando de spam el hashtag #YaMeCanse en reclamo del esclarecimiento de la masacre mexicana de Ayotzinapa, WikiLeaks y Trump (¿y Putin?) revolviendo mails de Hillary Clinton que “prueban” que es adoradora de Satanás.
Entonces irrumpe el pánico moral. ¿Es que internet, ese espacio de democratización de la verdad que nos iba a llevar al progreso, también tiene un costado oscuro, plagado de mentiras y noticias falsas? De repente, políticos y analistas parecen sorprendidos de que el digital también sea un territorio con una ética débil o carente de ella. “El auge de las noticias falsas” se convierte en la explicación de todos los males, incluso de los problemas de la misma democracia. Los “errores de la Matrix” (como el triunfo de un xenófobo como Trump o la inesperada victoria del Brexit) ahora parecen tener un único origen: internet, que nos engañó (y no la economía, que nos viene engañando desde antes).
Pero esta explicación es reduccionista. Y olvida un factor crucial: un capitalismo digital concentrado que hace hiper rentable producir y distribuir información falsa. Como dice el tecnólogo bielorruso Evgeny Morozov: “Para ellos, el problema no es que el Titanic de la democracia capitalista esté navegando en aguas peligrosas, sino que hay muchos reportes falsos sobre los icebergs que asoman en el horizonte”.
El monstruo que ayuda a los monstruos
La internet en la que hoy navegamos y consumimos noticias está dominada por un puñado de empresas. Bajo el “capitalismo del like” (2), la circulación de la información depende de las máquinas de Google y de Facebook, que ordenan lo que vemos en función de su negocio: cuantos más clics, más dinero para ellas. Facebook trabaja para Facebook (o para Mark Zuckerberg, quinto hombre más rico del mundo). Google trabaja para Google (para Serguéi Brin y Larry Page, millonarios 12 y 13 del planeta). Sus algoritmos se rigen por la eficiencia económica de dos leyes. La primera: si a la gente le interesa hará clic y eso es dinero (si eso ocurre con un contenido que es “verdad” o “mentira” escapa a la ecuación). La segunda: si querés estar en sus plataformas, tenés que pagar (lo mismo: mientras haya dinero, aparecerás más “alto”, no importa con qué). Si estas dos leyes se suman, es decir, si además de pagar por promover tu contenido a la gente “le gusta”, el combo habrá alcanzado su punto óptimo, el famoso “es viral”.
Bajo este esquema económico de las redes, producir y publicar noticias falsas se volvió un trabajo rentable para pseudo-periodistas, para campañas y equipos políticos, y para cualquiera que quiera dinero rápido, incluso para grupos de odio y extremistas (3). Para ello, contribuyen otros factores –que ya conocíamos desde la opinión pública pero que se agudizaron con las redes sociales–: por ejemplo, que tendemos a reproducir las informaciones o noticias que confirman nuestro propio sesgo y que nuestra curiosidad nos hace más proclives a “comprar” novedades antes que a profundizar en los matices de lo “viejo”. Como consecuencia, internet también encontró un negocio en la mentira.
Así funcionó durante años hasta que comenzó a ser cuestionado en 2016, especialmente después del triunfo de Donald Trump. Para financiar su campaña presidencial, el republicano había recaudado menos de la mitad que Hillary Clinton. Pero se dio cuenta a tiempo y contrató a Brad Parscale, un experto en marketing digital que trabajó en una estrategia segmentada de micro-targeting: llegar a cada persona que pudiera multiplicar su mensaje. Finalizada la carrera, su estrategia le había generado 647 millones de menciones gratuitas en los medios, o el equivalente a haber gastado 2,6 billones de dólares. ¿Lo hizo con información verdadera? Claro que no. Su equipo compartió encuestas propias haciéndolas pasar como sondeos serios, retuiteó informaciones falsas y nunca desmintió la mentira que más circuló: que el papa Francisco apoyaba su candidatura.
Tras las elecciones, Ipsos publicó una investigación contundente: de las 20 noticias más compartidas en Facebook durante las elecciones, las de los medios “tradicionales” (supuestamente más chequeadas) habían logrado siete millones de interacciones, mientras que las de los medios “alternativos” (no siempre verdaderas) habían superado los ocho millones. Los usuarios habían considerado ciertas el 75% de las noticias falsas y las habían compartido. En ese punto, la alerta llegó hasta para Wall Street y Silicon Valley (cuya candidata, Clinton, había sido derrotada). También en carrera por llegar a Presidente del Mundo, Mark Zuckerberg se hizo cargo del problema y anunció una serie de medidas para reducir las mentiras en su red. Entre ellas, agregó un botón para que la comunidad denuncie las falsedades y pidió la cooperación de la Red Internacional de Fact-Checking, que reúne a sitios de chequeo de noticias del mundo, entre ellos Chequeado.com de Argentina.
“La realidad es que Google y Facebook venían haciéndose los tontos y después de Trump dijeron ‘si lo seguimos ignorando, el mundo se cae a pedazos’”, explica Laura Zommer, directora de Chequeado, a el Dipló. “Ahí fue cuando desde la Red Internacional le mandamos una carta a Zuckerberg (4) preguntándole qué iba a hacer con las noticias falsas y su negocio. Y nos propuso sumarnos y también lo hizo Google”, dice Zommer. Sin embargo, la cooperación todavía es un proyecto. “Chequear noticias es hacer periodismo, eso lleva tiempo y dinero, mientras producir noticias falsas es rápido y barato. Para ayudar a Facebook o Google a reducir las mentiras necesitamos más recursos y nosotros somos ONG con modelos de negocios que en general no ganan plata. Nos piden que seamos Superman, pero los superhéroes no existen”, concluye la periodista, que no descarta una colaboración futura con los gigantes tecnológicos, aunque aclara que aún falta definir cómo ocurrirá efectivamente.
Hipocresías y autocontrol
Mientras los acuerdos llegan y la economía del capitalismo digital no cambia su esquema, en el camino quien más pierde es la política. Más precisamente, uno de los pilares cruciales de la democracia: la información plural y suficiente para tomar decisiones.
La información falsa y los trols no son de nadie y son de todos. Las redes están llenas de basura y manipulación. Sus responsables son todos los que detentan algún poder (funcionarios, oposición, medios y empresas). En Argentina, no sólo el oficialismo utiliza su estructura de comunicación digital para desinformar y atacar a la oposición. También la oposición financia sitios (ahora con menos recursos y sin acceso a bases de datos estatales como la de Anses) a través de municipios o grupos que contribuyen a la desinformación. Mientras tanto, Facebook y Google siguen ganando. Y la indignación general (de uno y otro lado) culpa a las fake news y a las “peleas en las redes” como las responsables de otro debate que se oculta o se niega: el origen económico de los problemas y la corrupción del poder. Entonces, el espejismo digital funciona como una distracción, mientras la concentración de medios (online y offline) avanza.
Cambiar de tema es posible, aun en internet. Después del escándalo por la divulgación de veinte mil correos electrónicos en los que supuestamente Hillary Clinton obstaculizaba su candidatura, el demócrata Bernie Sanders evitó culpar al mensajero (a unos WikiLeaks y un Assange más cercanos a la farándula que a la libertad). En cambio, respondió con lo que ninguno estaba diciendo: “La realidad es que 47 millones de hombres, mujeres y niños estadounidenses viven en la pobreza. Si no transformamos nuestra economía, nuestros hijos tendrán un peor nivel de vida del que tuvieron nuestros padres”.
(1) El resto se destina a servicios, capacitación, tecnología y sueldos. Datos disponibles en “El gobierno gasta $160 millones al año en redes sociales”, por Rodis Recalt en revista Noticias, 17 de agosto de 2016. Y en “¿CFK vs. Macri: ¿en qué cambió y en qué no el manejo de la publicidad oficial?”, por S. Marino y A. Espada en Chequeado.com, 6 de septiembre de 2016.
(2) En palabras del filósofo surcoreano Byung-Chul Han.
(3) “Extremists made £250,000 from ads for UK brands on Google, say expert”, The Guardian, 17 de marzo de 2017.
(4) http://chequeado.com/una-carta-abierta-a-markzuckerberg-de-parte-de-los-chequeadores-del-mundo/
Publicada en El Dipló en abril de 2017.