Cómo llevar Internet desde Lugano a Jujuy

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¿Cómo llevar internet a los barrios periféricos cuando no es un negocio? Atalaya Sur es una red cooperativa y libre que más de 600 personas usan por día en Villa Lugano. Sus fundadores, sin conocimientos previos, ya reprodujeron el proyecto en La Quiaca. 

El cable negro, grueso como un pulgar, se asoma desde un hueco de la baldosa y sube por la madera pintada de blanco que hace de pared en una casa mínima de un complejo de viviendas en Villa Soldati. Adentro tiene otros hilos, que albergan fibra óptica y que hasta hace unos meses solo llegaban hasta la avenida Escalada, justo a la altura de la torre del Parque de la Ciudad, el mirador más alto de América del Sur. Frente a los 65 pisos de ese gran atalaya, el pequeño cable se hizo paso barrio adentro, llegó hasta esa pared blanca, se metió por otro hueco y hoy está conectado a un conjunto de routers y distribuidores que caben sobre un escritorio con cajones pintado de colores. Con esos pocos aparatos y algunas antenas que suben sobre los techos, su labor se volvió inmensa: cada día, gracias a él, 600 habitantes de la villa 20 de Lugano se pueden conectar a internet. Seiscientas personas que no accedían a la red hoy dependen de él para chatear, leer, ver videos, avisarse cosas o mandarse una foto.

El cable negro, grueso como un pulgar, se asoma desde un hueco de la baldosa y sube por la madera pintada de blanco que hace de pared en una casa mínima de un complejo de viviendas en Villa Soldati. Adentro tiene otros hilos, que albergan fibra óptica y que hasta hace unos meses solo llegaban hasta la avenida Escalada, justo a la altura de la torre del Parque de la Ciudad, el mirador más alto de América del Sur. Frente a los 65 pisos de ese gran atalaya, el pequeño cable se hizo paso barrio adentro, llegó hasta esa pared blanca, se metió por otro hueco y hoy está conectado a un conjunto de routers y distribuidores que caben sobre un escritorio con cajones pintado de colores. Con esos pocos aparatos y algunas antenas que suben sobre los techos, su labor se volvió inmensa: cada día, gracias a él, 600 habitantes de la villa 20 de Lugano se pueden conectar a internet. Seiscientas personas que no accedían a la red hoy dependen de él para chatear, leer, ver videos, avisarse cosas o mandarse una foto.

El cable se volvió poderoso. Pero no lo hizo en soledad. Fue primero un deseo y después un proyecto de Atalaya Sur, un grupo de chicos y chicas que se fueron juntando después de la crisis de 2001 alrededor de la gran torre cerca del Riachuelo, la zona más pobre de la ciudad más rica de Argentina. La desigualdad, el denominador común de nuestra época, los unió primero para salir de la crisis y luego los hizo ponerse en acción para superar la otra diferencia de este siglo, la tecnológica.

“Nadie habla de la villa. Y, si hablan, es para decir que somos chorros, así que nos propusimos contar nuestra parte de la historia. Pero nos dimos cuenta de que sin los medios para comunicarnos entre nosotros, y después llegar a otros, nunca lo íbamos a lograr”, cuenta Manuela García Ursi, una de las primeras integrantes de Atalaya y de Proyecto Comunidad, la agrupación que los nuclea. “Algunos sabíamos cómo contar una historia, pero nos faltaba algo previo: tener internet, que no llega a la villa. No teníamos idea de tecnología, ni de redes ni de fibra óptica, así que fuimos a buscar a gente que nos enseñó a hacerlo. Y lo hicimos”.

La red de internet comunitaria que hoy alimenta a la villa 20 empezó como proyecto en 2014. Se construyó gracias a los aportes en plataformas colaborativas y a otras cooperativas. El conocimiento para montarla también llegó sin intercambio de dinero, gracias al tiempo que dedicó un profesor de telecomunicaciones de la UTN a enseñarles a los miembros de la organización cómo se monta y mantiene una red. Mientras tanto, en la villa, otros chicos y chicas se iban acercando al local de Proyecto Comunidad para aprender robótica (en eso los ayudaba el Ministerio de Ciencia y Tecnología y la Fundación Sadosky). En el local ya no solo se hacían las reuniones para organizar el pedido de viviendas y tierras, dar talleres de salud y cursos de formación profesional. También, los más jóvenes, empezaban a reconocerse capaces de armar cosas por sí mismos, desde un robot que brotaba desde el calor de una impresora 3D hasta un montón de cables que se iban instalando, de la tierra hacia las terrazas y los balcones, para formar una red propia. En tres años, Atalaya ya tenía su oficina técnica propia, montada en esa casa-cuartito de paredes de madera blanca (originalmente diseñada para el encargado del barrio, luego reutilizada como núcleo del proyecto tecnológico), y un equipo experimentado en tender redes. En el depósito del barrio armaron el resto de la red, desde donde instalaron una antena de 30 metros que se comunica con otra gran torre dentro de la villa.

Con esa experiencia en marcha, a fines de 2016 el grupo estaba listo para su siguiente paso: viajar a La Quiaca y ayudar a su comunidad a instalar la red Chaski, que funciona desde el 29 de diciembre de 2016. La ciudad más rica pero desigual de Argentina y el punto más al norte de la Quebrada de Humahuaca tenían algo en común: ninguna empresa ni gobierno se habían preocupado por que estuvieran conectados. El mercado y el Estado les hacían saber que ellos eran parte del 60% del mundo que todavía no accede a internet. Y que a pesar de los discursos modernizadores que les siguen prometiendo -la llegada de la conectividad como un milagro civilizador-, en la práctica eso continuaba sin suceder, 25 años después de la invención de la Red. Sin embargo, de un punto a otro de la brecha, ellos se unían para solucionarlo.

TUTORIAL: HAZLO TÚ MISMO

“Empecé haciendo un curso de reparación de PC mientras trabajaba en la metalúrgica Rocaru. Después me fui a la fábrica Corporate Corp, donde reparábamos las computadoras de Conectar Igualdad. Ahí aprendí mucho, pero después de un tiempo ya había visto todos los problemas y veía pasar los mismos tornillos y quemarse los mismos fusibles durante ocho horas, sentado en una silla”, cuenta Iván Camacho mientras, desde el rabillo de sus anteojos, monitorea la pantalla con las conexiones de la red de Atalaya Sur, donde trabaja a tiempo completo como parte del equipo técnico. Iván tiene 29 años y su espalda grande en chomba roja ocupa la mitad del escritorio donde se apilan los equipos y las madejas de cables que le dan internet a la villa. Llueve hace varios días y está atento a que el agua y los vientos no compliquen la estabilidad de su criatura. “En la fábrica podía quedarme toda la vida, tener un oficio, una carrera, pero mi interés político era más fuerte. Yo participaba, me anotaba como autoridad de mesa, me interesaba. Hasta que me empecé a vincular con el Proyecto Comunidad y ahí descubrí que podía unir la política y la tecnología en un proyecto”.

Para Iván, el legado de su familia terminó de convencerlo. En la década del 70, su abuelo Teófilo, militante del sindicato metalúrgico, había instalado antenas de radio en todo el barrio para que nadie tuviera la excusa de no informarse. “Tengo una foto de él colgado de un pilar, amurando las antenas en las torres. Les ponía Via, su apellido, y años después todavía las podías ver”. Años más tarde, Iván también la vio a su mamá -que había venido de La Paz, Bolivia- salir a militar con organizaciones de derechos humanos. “Es como un mensaje que me había dejado mi familia: «Yo hice esto». Eso me dio el impulso de querer hacer mi aporte, de saber que no tuve una vida que pasó desapercibida”, dice hoy con convicción, aunque reconoce que cuando dejó su trabajo tuvo miedo de no poder conjugar su sueño con una forma de vivir. “Sí, tuve la recontraduda. Pero el camino de quedarme en el lugar cómodo y eso. lo habían hecho un montón de personas. Ahora no tendré un rédito económico tan grande, pero sí el reconocimiento de mis vecinos, que para mí es algo invaluable y más gratificante”.

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Atalaya Sur hoy tiene un equipo técnico de tres personas que trabajan manteniendo, reparando y extendiendo la red. Sus sueldos provienen de otros emprendimientos cooperativos de la organización (un bar, una constructora y un taller gráfico); y con la conexión que le dan a la villa, los chicos pueden tomar cursos, los adultos pueden capacitarse para el trabajo y la redacción de noticias propia está empezando a crecer. “Cuando veo un chico conectado o una familia que le da uso a la red, sé que logré algo concreto. No hace falta que digan mi nombre y apellido: yo sé que pasé por esa vida. Sé que hay una solución donde antes no había y que lo hicimos colectivamente, entre todos”.

-Igual, de alguna forma, siempre te lo agradecen -lo apura Manuela, con una sonrisa.

-Sí. A veces, me dan cosas ricas para comer -responde Iván mientras acepta que su intercambio favorito es ir por las calles y que los vecinos le den una torta o unas empanadas caseras.

-Iván es un genio: siempre consigue comida por todos lados; es otro de sus talentos.

En medio de la ronda de mates y el día lluvioso, sus amigos de Atalaya Sur comparten la broma y reconocen que la experiencia de recorrer el barrio y solucionar los problemas de todos los días los recompensa de muchas maneras. Marvel Valdiviezo, que se unió hace dos años cuando llegó desde Tarija, Bolivia, a los 23 años, dice que lo que más lo apasiona del día a día es experimentar con problemas nuevos: “Yo allá había estudiado electricidad, trabajaba en la empresa Ingeniería Santa Cruz y tenía una situación un poco más cómoda. Pero decidí conocer el mundo y tener la oportunidad de ponerme en otro lugar, de trabajar realmente con lo social”. Cuando se unió al grupo, Marvel comenzó en los talleres de robótica y sus primeros pasos fueron accidentados: “Yo venía de arreglar el reloj de la iglesia del pueblo, de trabajar con miles de voltios, y de repente pasé a la electrónica y me explotaban las cosas”.

Damián Cejas tiene 29 años, es el tercer integrante del equipo, y entre mate y mate, camina hasta la otra computadora que comanda las conexiones, chequea luces y va a la puerta para ver si el cielo se despeja y pueden salir a reparar algunas conexiones. “La red está montada en muchos puntos y casas al aire libre; los equipos se queman, así que hay que ir cambiándolos. Además, controlamos las interferencias y siempre llega algún pedido de alguien que nos avisa que se cortó en algún lado”. La red de Atalaya está formada por muchos equipos conectados entre sí que emiten una señal a la que cualquiera puede acceder. “Se autolimita: los vecinos saben que tienen que usarla con criterio porque es de todos y sirve no solo para chatear, sino para dar capacitaciones, apoyo escolar. Algunos chicos que se empezaron a formar en nuestros talleres de robótica ahora se anotaron en escuelas técnicas, como la que tiene la UBA en Lugano”, cuenta Damián.

La de Atalaya es una red libre que dispuesta en un mapa se vería en forma de estrella. Son celulares, computadoras o equipos con capacidad de transmitir apuntando todos a un mismo router. Las máquinas, por sí solas, no se comunican entre sí, sino que necesitan de un dispositivo intermediario para que direccione los datos. Esto se hace a través de un switch y de un router. El cable negro de fibra óptica que entra al cuartito-oficina (que a su vez es una extensión de una fibra que provee la empresa Telefónica) luego va conectado a un firewall, que establece reglas de seguridad para las conexiones entrantes de internet. Después, el router funciona como “frontera” de entrada y salida para la información que piden los celulares o las computadoras, por ejemplo cuando alguien tipea una dirección. Desde allí, el cable se mete en el switch, que tiene la función de ampliar las conexiones. Hasta ahí, todo sucede en ese espacio cerrado. A partir de ahí, el switch se conecta a una antena altísima que envía el tráfico de la red por aire hasta la villa 20. Usar fibra, un cable de red y luego el aire a la vez no impide que los datos viajen: informáticamente, todo es un mismo camino que va adoptando distintas formas. En el trayecto, gran parte del software utilizado es libre, que además de tener un costo menor, cuenta con comunidades que intercambian información y actualizaciones de modo permanente, en foros y comunidades online.

Una vez que la información viaja hasta la villa, ocurre el resto de la distribución. Allí, Atalaya instaló 21 puntos de acceso en casas, generalmente en balcones o terrazas, que funcionan como switchs inalámbricos que conectan los equipos. “Esos equipos están colocados en las casas de compañeros que ya tienen vínculos de confianza con la organización o que necesitan una mejor señal para las actividades, como las mamás de los chicos que dan clases de apoyo o de robótica, o las personas que integran la red de microcréditos y tienen que articular los pagos de la comunidad”, comenta Iván cuando recorremos las calles angostas y las avenidas de la villa con sus compañeros. Mientras, va señalando, entre la bruma del día y las construcciones de capas apiladas de cemento, chapa y madera, unos pequeños rectángulos blancos y unos platos estratégicamente ubicados. Para los extranjeros a este lugar, esos mojones serían indistinguibles del paisaje, incluso del cielo. Pero ellos no solo los identifican con certeza, sino que saben cómo está funcionando hoy cada uno y se paran con los vecinos a intercambiar la información del día, que va pasando de uno a otro. Al igual que en el sistema de microcréditos -que actúa como una red donde todos se comprometen a pagar y ayudan a otro si ese mes no llega-, la cadena se forma de palabras que cada uno toma con el compromiso de hacerla llegar al otro para que no se corte el mensaje.

LA GRAN BRECHA

Si la desigualdad es el gran mal de nuestra época, la del terreno digital no hace más que reproducir la enfermedad. A las grandes empresas de telecomunicaciones, que además conforman un mercado muy concentrado (en Argentina, el 80% de las conexiones las proveen tres empresas: Telecom, Telefónica y Fibertel), no les interesa invertir en infraestructuras costosas para llegar a lugares con pocos habitantes o donde la gente no pueda pagar un servicio caro (Argentina lidera el ranking de las conexiones a internet más onerosas de la región). Por eso, aunque las Naciones Unidas hayan declarado en 2015 que internet es un derecho humano, todavía más de la mitad de los habitantes del mundo carece de conexión. Pero, además, el mapa del acceso está distribuido de manera desigual: en Argentina, el 98% de los accesos a internet se concentra en el 5% de las localidades del país que aglutinan el 77% de la población. Entre la ciudad y la provincia de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe se apiña el 72% de las conexiones fijas y móviles (computadoras, tablets y celulares) de todo el país. El 28% restante (más de un cuarto de las conexiones) se reparte en 20 provincias. Si las viéramos desde el cielo, las luces de las conexiones de Argentina, más que una galaxia distribuida y homogénea, formarían unas manchas enormes en la pampa húmeda y sus alrededores.

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Para resolver ese problema y llegar a los rincones no conectados del país, durante el gobierno kirchnerista, el Ministerio de Planificación y Arsat tendieron una red federal de fibra óptica de 32.000 kilómetros. Sin embargo, no concluyó su tarea de iluminar gran parte del tendido y hacerlo llegar efectivamente a los hogares, es decir, completar la “última milla”. Desde su asunción, el gobierno de Cambiemos comenzó a avanzar en el uso de esa infraestructura ya instalada: en 2015 llegó a 17 localidades, en mayo de 2016 a 50, y promete que en 2018 se dará el gran salto, cuando el Plan Federal de Fibra Óptica conecte 1.100 localidades, cubriendo 29 millones de habitantes. “Estamos destinando una parte del fondo del Servicio Universal, un impuesto que se cobra como un 1% de la facturación de telefonía móvil, para invertirlo en estas obras. En 2017 tenemos previsto finalizar 120 nodos más”, explica Martín Kunik, director nacional de Fomento y Desarrollo del Ente Nacional de Comunicaciones (Enacom). “Esto va a permitir que, cuando llegue la red de Arsat, también baje el costo del megamayorista en las provincias para los proveedores o cooperativas locales porque habrá más competencia”, señala el funcionario, cuya área además abrió un concurso para darles aportes a cooperativas y pymes para que modernicen su tecnología o compren equipamiento, y con esto mejoren el servicio a los usuarios finales. Sin embargo, para presentarse ante cualquiera de estas posibilidades, la Enacom requiere que las organizaciones tengan una licencia que les permita dar los llamados “servicios TIC y de valor agregado”, es decir, internet. El problema es que para iniciar ese trámite se requieren unos $20.000, que muchas cooperativas no tienen. “Por el momento, eso no se va a modificar. Para recibir financiación para comprar infraestructura, ese paso es necesario”, afirma Kunik.

Frente a este problema, las redes libres se convierten en una alternativa que en los últimos años está ganando lugar. En Argentina, la ONG Alter Mundi creó el proyecto Quintana Libre, que conecta a internet al pueblo José de la Quintana y a otros del sudoeste de Córdoba. Mediante software y hardware libre, ellos compran o consiguen equipos de colectividad y les cambian su configuración de fábrica para hacer que trabajen como redes distribuidas. Lo que el mercado vende para una función, ellos lo modifican y lo convierten en redes comunitarias. En 2015, el proyecto cordobés ganó el premio Frida que otorga el Lacnic, el Registro Regional de Direcciones de Internet para América Latina y Caribe, con oficinas en Montevideo, que les permitió no solo mejorar la capacidad de transporte de la red de 40 a 100 megas en los 100 kilómetros que recorre, sino que además se convirtió en una referencia para otras cooperativas que quieren montar su propia red. Otro caso conocido es el de Freikunk, una de las redes comunitarias más grandes del mundo, con sede en Alemania, que adquirió mayor reconocimiento cuando instaló redes gratuitas para que los refugiados en ese país pudieran comunicarse con sus familias desde los campamentos o mientras esperaban resolver su situación como migrantes. Su promotor, André Gaul, participó en 2016 del encuentro Comunes en Buenos Aires y dijo: “Tengo esperanzas de que las redes inalámbricas comunitarias lleguen a consolidarse todavía más en Latinoamérica. Ante una infraestructura defectuosa o una situación de crisis económica, las redes comunitarias tienen mucho que aportar. Asimismo pueden fortalecer especialmente los vínculos sociales y acercar más a las personas entre sí”.

INTERÉS COMÚN

A partir de los talleres de robótica que habían dictado en la villa 20 de Lugano, Atalaya Sur recibió un mail de un maestro de una escuela de frontera de La Quiaca que quería dar ese curso para sus alumnos. “Él venía trabajando con sus alumnos en electrónica y encontró en internet nuestra experiencia. Nos mandó un mail, fuimos a Jujuy a capacitar a los chicos y a los docentes de cuarto y quinto grado, pero allá nos dimos cuenta de que había una necesidad más básica: tampoco tenían internet”, cuenta Manuela García Ursi. “La experiencia de aprender y compartir con otros chicos quedaba muy acotada, así que hicimos una colecta vía crowdfunding, compramos equipos y fuimos otra vez a fines de 2016 a ayudarlos a instalar su propia internet”. La red, que funciona desde el 29 de diciembre, se llama Chaski, por la palabra que en quechua designa a las personas encargadas de entregar mensajes y encomiendas. Al igual que con las redes cooperativas, el chaski hacía largas carreras con postas, donde distintos jóvenes se iban relevando para acelerar el proceso de comunicación. Pero además de entregar los mensajes, cada uno de ellos fortalecía otra tarea esencial de la comunidad: recibían y multiplicaban conocimientos ancestrales, que así se preservaron de generación en generación tras la conquista española.

En Atalaya, 500 años después, la historia se reproduce, esta vez con otra tecnología. Los mismos chicos de la villa 20 que construyeron (gracias al conocimiento que les transmitieron los ingenieros de la UTN) su propia red fueron los que luego viajaron a La Quiaca y le enseñaron a esa comunidad, reunida en un centro comunitario, cómo hacer la propia. “Ahora, la meta para el resto del año es conectar a las otras poblaciones pequeñas de la Puna, de 20, 30 o 40 familias, que muchas veces solo tienen un teléfono de línea como único medio de comunicación con el exterior”, cuenta Manuela. “Mientras tanto, si llega la fibra del Estado, mucho mejor. Si no, los vecinos quieren conocer las noticias o el clima de su pueblo, en Jujuy, y cuando prenden la tele solo ven lo de Buenos Aires. Es lo mismo que antes pasaba en la villa. Ahora, en cambio, tenemos nuestra conexión y podemos elegir cómo informarnos”.

(Publicado en Revista Brando – Abril 2017)

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