Salir del pantano

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La pandemia por la crisis del coronavirus renovó el debate sobre la necesidad de una renta básica universal, sin intermediarios ni condicionamientos. El experimento a la argentina en forma de la IFE y los interrogantes para sostener el modelo a futuro.

Por Natalia Zuazo*

En tiempos oscuros –tal vez, una pandemia-, el pasado se ve más claro. El Gobierno de Alberto Fernández podría recordar diciembre de 2019 como el momento en que reunió a trabajar a su equipo de gladiadores para renegociar otra deuda externa pesada y mejorar la vida de casi 40 por ciento de los argentinos bajo la pobreza. Podría mentirse, pero sabe que, desde su asunción, con la ley de Solidaridad Social y Reactivación Productiva como sostén, la nueva administración recién comenzaba a sacar salir del pantano. Sin embargo, mientras esto sucedía, todavía con el agua al cuello, la crisis por la pandemia de la Covid-19 no hizo más que echar una lluvia torrencial a la tarea.

El 7 de abril, la Organización Mundial del Trabajo (OIT) advirtió que la pandemia ya estaban afectando a casi 2700 millones de trabajadores, es decir: a alrededor del 81 por ciento de la fuerza de trabajo mundial (1). “Millones de trabajadores están expuestos a la pérdida de ingresos y al despido. Las consecuencias son especialmente graves para aquellos trabajadores de la economía informal que carecen de protección”. El organismo estimaba que a partir de abril del segundo trimestre de 2020 habría en el mundo una reducción del empleo de alrededor del 6,7 por ciento, el equivalente a 195 millones de trabajadores a tiempo completo. La OIT sugería aplicar medidas políticas para evitar que los trabajadores cayeran en la pobreza y tuvieran luego mayores dificultades para recuperar sus medios de vida durante el periodo de recuperación. Daniel Arroyo, el ministro de Desarrollo Social argentino, lo empezaba a ver en los trabajadores obligados a volver a los comedores comunitarios tras quedarse sin la changa de todos los días: “Pasamos de 8 a 11 millones de personas que necesitan asistencia alimentaria”.

Para estos sectores, la opción de quedarse en casa podía ser una opción por un tiempo, pero, como señalaba hasta el Financial Times en el caso de otros países del mundo, les imponía un costo mucho mayor que a otros trabajadores freelance con algo más de espalda para enfrentar algunos meses de encierro. En un caso de distopía editorial (2), el medio financiero señalaba que los países que habían permitido la “aparición de un mercado laboral irregular y precario” ahora tendrían una tarea “particularmente difícil en canalizar la ayuda financiera a los trabajadores con un empleo tan inseguro”, mientras la relajación monetaria de los bancos centrales ayudaría más a los ricos en la crisis. “Será necesario poner sobre la mesa reformas radicales, que inviertan la dirección política predominante de las últimas cuatro décadas. Los gobiernos tendrán que aceptar un papel más activo en la economía. Deben ver los servicios públicos como inversiones en lugar de pasivos, y buscar formas de hacer que los mercados laborales sean menos inseguros. La redistribución volverá a estar en la agenda; Los privilegios de los ancianos y ricos en cuestión. Las políticas hasta hace poco consideradas excéntricas, como los impuestos básicos sobre la renta y la riqueza, tendrán que estar en la mezcla”.

Políticas excéntricas

En enero de 2020, cuando el cielo todavía se veía claro, nadie imaginaba que, un cuatrimestre después, el mundo estaría viviendo una segunda era de los Planes Marshall. Con paquetes de medidas que invierten el 3% (Brasil, Argentina), 6% (Chile, Perú) y hasta el 10 % (Estados Unidos) de sus PBI, todos los países del mundo están inyectando dinero para sostener y ayudar a sus economías. Algunos, además de dar crédito a las pymes, cubrir con seguros de desempleo a los trabajadores y subsidiar servicios, están directamente dándole dinero a las personas, que no tienen cómo salir a trabajar durante la pandemia. La renta básica universal (RBU), una idea que parecía excéntrica hace algunos años, parece haberse vuelto necesaria.

La RBU podría llamarse renta básica incondicional porque, en su implementación, todos los ciudadanos de un país reciben una suma de dinero regularmente sin necesidad de prestar contraprestación al gobierno. De acuerdo con el historiador holandés Rutger Bregman, numerosos estudios del mundo ofrecen pruebas de que darle dinero gratis a las personas “sólo por tener pulso” funciona (3). No sólo eso, sino que desembolsarlo incondicionalmente reduce la delincuencia, la mortalidad infantil, la desnutrición, el embarazo adolescente, el absentismo escolar, el rendimiento académico, el crecimiento económico y la igualdad entre los sexos. De aplicarse una RBU, con el tiempo se asume también que las personas trabajarían menos horas. En algunas pruebas realizadas en la década del 60, se comprobó que, cuando las personas tuvieron un mínimo para vivir, eligieron dedicar su tiempo extra a estudiar, al arte o a estar con su familia. Como dice Bregman, se produciría algo así como “un camino capitalista hacia el comunismo”.

Distintos estudios para implementar esquemas de RBU vienen realizándose desde finales de la Segunda Guerra Mundial. En Estados Unidos, casi se formaliza una RBU durante el gobierno de Nixon, pero luego su implementación y debates se diluyeron. En los últimos años, el tema volvió a estar en el centro de algunas discusiones internacionales a partir de los rápidos efectos del cambio tecnológico y su impacto sobre las pérdidas del trabajo y la menor necesidad de trabajadores por el reemplazo por las máquinas. Como señala la economista italiana Fracesca Bria: “Estamos ante un efecto de desplazamiento masivo que implica más destrucción de trabajos que creación de nuevos puestos. Los gigantes tecnológicos obtienen ganancias enormes y cada vez más gente es empujada hacia el sector de servicios de la economía, con bajos salarios o trabajos temporarios en ventas, restaurantes y transporte, hotelería y cuidado de niños y ancianos” (4).

A partir de eso, desde economistas y políticos de izquierda como el griego Yanis Varoufakis hasta los empresarios más ricos del mundo como Mark Zuckerberg, Bill Gates y Jeff Bezos se pronuncian por distintas formas de RBU. Incluso, existen sugerencias como las del historiador y escritor Yuval Harari (5) que señala que esas mismas empresas de tecnología que son las que van a reemplazar trabajadores por máquinas tendrán que financiar una parte mayor de la RBU. Y no sólo eso, dice el autor, sino que habrá que pensar también en sistemas de “servicios universales” (salud, educación, esparcimiento), porque la gente tendrá más tiempo libre y vivirá más.

Rescatando al precariado

Con la pandemia como catalizadora, el Gobierno argentino tomó en sus manos la oportunidad de reconocer la necesidad de aplicar un plan RBU.

En los argumentos para poner en marcha la medida, sus autores reconocieron que “se enmarca en una corriente general a nivel mundial que tiene como característica acudir en la emergencia con transferencias no condicionadas a la población más afectada y pobre” (6).

El 23 de marzo de 2020, tres días después de decretar el aislamiento, el Gobierno argentino dispuso un Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) para trabajadores y trabajadoras informales, de casas particulares, monotributistas sociales, y de las categorías A y B. El monto, de 10 mil pesos, se pagaría por única vez durante abril, cobrándolo un solo integrante de la familia, con prioridad de las mujeres. Los requisitos para inscribirse eran tener entre 18 y 65 años, ser argentino nativo, naturalizado o residente con una residencia en el país no inferior a 2 años. El IFE, además, sería compatible con la AUH (Asignación Universal por Hijo), la AUE (Asignación por Embarazo) y el programa Progresar. El ministro de Economía Guzmán, lo explicó: “En el mundo se están siguiendo tres esquemas: transferencias directas de ingresos, proteger el trabajo y promover seguros de desempleo. Argentina está desarrollando las tres acciones al mismo tiempo, considerando las que se dispusieron previamente para sostener los ingresos de las familias más afectada por la emergencia sanitaria”.

El día 27, en las primeras horas de preinscripción, 1 millón de personas se anotaron para cobrar el IFE. Siete días después, más de 11 millones de personas habían llenado el formulario para solicitar la ayuda. Ante la alta demanda, a mediados de abril, el ministro de Trabajo Moroni adelantó: “El IFE estaba previsto para un mes, pero si los hechos ameritan que tengamos que mantener este beneficio más tiempo, lo haremos. Nos enfrenta a la tristeza de la realidad argentina. Estamos sorprendidos por el número”. La sorpresa del Ministro tal vez demostraba que su cartera no había logrado todavía reaccionar a la urgente demanda de soluciones novedosas y articuladas que requiere la realidad del precariado (7). Con ingresos inestables, inseguridad para planificar su futuro y su tiempo, cobertura de seguridad social y salud casi inexistentes, esta clase social en crecimiento en el siglo XXI ya venía extendiéndose (30 por ciento promedio en el mundo) en los últimos años y necesitaba de una atención particular (nuevos sindicatos, regulaciones específicas, derechos como la desconexión para el teletrabajo, elementos de higiene y seguridad individuales, etc). La pandemia, con angustiante urgencia, puso el foco en ella.

Según un informe elaborado por el Ministerio de Economía, 7.854.316 personas recibieron el IFE. ​En la primera etapa cobraron este ingreso 2.389.764 personas, receptores/as de AUH o AUE. En la segunda etapa lo recibieron ​5.464.552 personas: 89% de trabajadores/as informales, 8,6% de monotributistas sociales y tipo A y B y 2,4% de trabajadoras de casas particulares.

En términos de los sectores económicos del impacto, llegó especialmente a los trabajadores afectados para la suspensión de sus actividades por el aislamiento obligatorio: ​cuentapropistas, desocupadas/os, trabajadores informales y trabajadoras de casas particulares. En la Argentina este grupo representa el 26% de la población económicamente activa, dentro de la cual la pobreza alcanza el 58,8%. Dentro de este grupo, las trabajadoras de casas particulares resultaron un 2,4% de quienes recibieron el IFE. Entre ellas, el 96,4% son mujeres y se encuentran en uno delos rubros más informales del mercado, con un 72,4% de empleo sin registrar. También, perciben en promedio $8.167 pesos mensuales, el salario promedio más bajo de la economía. Las empleadas domésticas, como señala el informe, son “el sector más feminizado y ​uno de los más vulnerables de la economía en este contexto”.

El segundo impacto de la IFE fue su llegada a los sectores de trabajadores jóvenes. El 24,8% del ingreso se destinó a personas de 18 a 25 años. Según los cálculos del informe de la Dirección de Economía, Igualdad y Género, de acuerdo con la Encuesta Permanente de Hogares, 6 de cada 10 de estos jóvenes tiene un empleo informal. Y dentro de la población que solicitó la IFE, el 98,8% no está registrado en su trabajo. Además, del total de desocupados, el 38,8% tiene entre 18 y 25 años. Y el 48% de las personas de esta edad se encuentra debajo de la línea de pobreza. A ellos llegó también el IFE, con un estimado de 65 por ciento de cobertura.

Después de la emergencia

En la pandemia se amplifican las desigualdades y los problemas estructurales de la sociedad. Para quienes no tienen trabajo, un ingreso mensual permite, al menos, sostener la vida. Para quienes tienen trabajos precarizados, estar sin trabajar es no comer el mes que viene o no tener una cobertura de salud. Para una gran masa de trabajadores de plataformas, entre ellos los repartidores de delivery que hoy son considerados esenciales, la paga araña la canasta básica y la cobertura de salud es inexistente. Todo eso hace pensar que continuar con algún esquema de RBU sería razonable pasada la crisis sanitaria. La pregunta es cómo se financiaría.

Los que prefieren enfocar la RBU desde la pérdida de empleos que supone la tecnología, sin cuestionar el capitalismo financiero, proponen llamar al sistema “impuesto a los robots” (Bill Gates, el dueño de Microsoft, lo llama así). El problema es que en el mundo, y también en la Argentina, la hay una parte de la tecnología que sí reemplaza humanos por robots, pero hay otra, sobre todo la relacionada con las economías de plataformas, que esconde una gran precariedad. Como dice el abogado laboralista Juan Ottaviano, “el mundo del trabajo está enfermo de fraude laboral, no de robótica ni de tecnología” (8), por lo que en paralelo a la discusión de darle dinero a las personas, los Estados deben trabajar en regular el mundo del trabajo en la era digital para que las propuestas de los Gates o de los Jeff Bezos no se conviertan en un nuevo asistencialismo mientras crecen los contratos de hora cero en los depósitos de Amazon alrededor del mundo.

Si queremos ir un paso más allá, y hacer que la RBU se convierta en algo más duradero, entonces también deberíamos meter el dedo en dos llagas: el pago de impuestos (vía reformas más progresivas) y el control de capitales financieros internacionales, especialmente en el control de la elusión fiscal vía empresas offshore.

Según la Tax Justice Network, existen entre 20 y 30 trillones de dólares localizados en empresas offshore alrededor del mundo y todos los años se suma un trillón extra. En su marketing positivo a la luz del día, Google participa en uno de los proyectos piloto para aplicar programas de renta universal en Kenia. Pero, al mismo tiempo, utiliza mecanismos de elusión fiscal con oficinas en Irlanda y pagos de dividendos por propiedad intelectual por sus servicios.

En la Argentina, los empresarios no hablan de la renta universal. Tampoco del proyecto de ley del diputado del Frente de Todos Carlos Heller, un tributo único y extraordinario que alcanzaría a poco más de 12 mil personas, tomando a quienes tienen ingresos superiores a los 3 millones de dólares. Si se aprobara, se recaudarían 3 mil millones de dólares, que permitirían financiar parte del plan económico para paliar la crisis provocada por el coronavirus. Sin embargo, ese sería un plan para empezar. Como señala Claudio Lozano, nuestro país no escapa a la realidad de los otros países, en tanto el problema es distribución de la riqueza y la fuga al exterior. Según su informe, “Hacia el impuesto a los ricos” (9), si además de un impuesto se trabajara en desmontar las prácticas planificadas de evasión fiscal de las grandes fortunas argentinas, cada hogar podría recibir hoy 20 mil pesos, o, de otra forma, 5 mil pesos por persona.

 

*Periodista y politóloga. Directora de Salto Agencia.

 

 

(1)  “Observatorio de la OIT – segunda edición: El COVID-19 y el mundo del trabajo Estimaciones actualizadas y análisis”, 7 de abril de 2020.

(2) “Virus lays bare the frailty of the social contract”, Financial Times, editorial, 3 de abril de 2020.

(3) Utopía para Realistas, Salamandra, Barcelona, 2017.

(4) “El ingreso básico en la economía de los robots”, El Dipló N°219, septiembre de 2017.

(5) 21 Lecciones para el siglo XXI, Debate, Barcelona, 2018.

(6) “Ingreso familiar de emergencia. Análisis y desafíos para la transferencia de ingresos a trabajadores/as precarios/as”, Dirección Nacional de Economía, Igualdad y Género, Ministerio de Economía.

 

(7) “El precariado”, José Natanson, El Dipló N°236, febrero 2019.

(8) “Salven el trabajo asalariado”, El Cohete a la Luna, 26 de abril de 2020.

(9) “Hacia el impuesto a los ricos. La búsqueda por desmontar las prácticas planificadas de evasión fiscal de las grandes fortunas de la Argentina”, Coordinación de Ana Rameri, Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas, abril de 2020.

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