Julian Assange ataca de nuevo y su nuevo target es Google, la corporación más grande de internet, a la que confiamos gran parte de nuestra vida digital. “Google es más poderoso que la Iglesia”, dice el creador de Wikileaks, y apunta a su enorme poder cultural: el de darnos servicios aparentemente gratuitos a cambio de “regalarle” nuestra privacidad.
En 2006, a sus 35 años y pocos meses antes de fundar Wikileaks, Julian Assange escribió su manifiesto: “La conspiración como forma de gobierno”. En él, ya apuntaba al que luego sería el blanco de su militancia: el secreto. Allí mostraba su visión del mundo: el autoritarismo, en cualquier nivel, se construye “cuando un grupo de poderosos trabaja, bajo un secreto conspirativo, en detrimento de la población”. De allí a destruir cualquier aparato que nos mienta o nos oculte la realidad hay un pequeño paso. Por eso, y desde antes de su reconocimiento público, la estrategia de Assange es interferir en lo que los grandes poderes nos muestran como la realidad. Puede ser un gobierno, los medios de comunicación o las grandes corporaciones. Desenmascarar las conspiraciones es, para él -recluido en la embajada de Ecuador en Londres desde junio de 2012- la gran cruzada de estos tiempos. Y en esa guerra, el líder de Wikileaks ahora eligió un nuevo blanco: Google, una de las grandes empresas de tecnología que dominan nuestras vidas, pero quizá la más peligrosa.
“Google es más poderoso que la Iglesia”, nos dijo Assange una tarde de diciembre a tres periodistas argentinos que participamos en la presentación de su nuevo libro Cuando Google encontró a Wikileaks (Capital Intelectual). ¿Lo dijo para darnos un título? Sí. ¿Es la primera vez que lo dice? No. Assange viene hablando desde hace mucho del poder que ejercen en nuestras vidas las grandes corporaciones de internet, a quienes les confiamos gran parte de nuestra realidad, a cambio de servicios supuestamente gratuitos. Pero tal vez ahora lo comenzamos a escuchar con más atención, a medida que vamos siendo más conscientes de que -así en la Red como en la vida- lo que parece gratis no lo es tanto. “Google opera como un cebo para atraer a usuarios: les hace las cosas más fáciles, pero al mismo tiempo utiliza cada clic y cada acción para trazar perfiles de consumo y predecir comportamientos”, dice el editor de Wikileaks, que advierte que allí no se termina su función. “La comercial es una de las funciones de Google. Pero al mismo tiempo, esa información, también la filtra al gobierno de Estados Unidos, con quien la empresa tiene lazos directos, por ejemplo, a través de su CEO, Eric Schmidt”.
En junio de 2013, cuando Edward Snowden le mostró al mundo los documentos que demostraban la colaboración entre la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) y las principales empresas de tecnología que manejan nuestros datos, la relación entre la empresa de Mountain View y la corporación política, militar y de espionaje norteamericana quedaba clara. Las pruebas de Snowden mostraban que el gran sistema de espionaje, Prism, realizaba 2.000 informes mensuales de vigilancia de ciudadanos de su país y del mundo gracias a la cooperación de las empresas a las que cada día confiamos nuestra comunicación online: Microsoft, Yahoo, Google, Facebook, AOL, Skype, YouTube y Apple.
En su nuevo libro, Assange brinda más información sobre esa conexión entre la cúpula de Google y el gobierno de Estados Unidos, a través de una historia que lo tuvo como protagonista. En junio de 2011, mientras vivía bajo arresto domiciliario en Norfolk, Inglaterra, Eric Schmidt, CEO de la empresa de tecnología, le pidió encontrarse con él. Pero cuando llegó el día de la cita, el empresario no estaba solo. Lo acompañaban Jared Cohen, consejero de Hillary Clinton cuando ella era canciller; Scott Malcomson, escritor de discursos del Departamento de Estado norteamericano; y Lisa Shields, que había sido vicepresidenta del Consejo de Relaciones Exteriores. “En ese preciso momento me di cuenta de que era muy posible que Eric Schmidt no hubiera sido únicamente un emisario de Google. De manera oficial o no, Schmidt mantenía contactos que lo situaban muy cerca de Washington DC. Dos años después, durante las visitas que realizó a China, quedaría bastante claro que el presidente de Google estaba llevando a cabo, de un modo y otro, «diplomacia encubierta»”, escribe Assange.
Pero, más allá de la lucha del periodista australiano, ¿por qué debería importarnos a nosotros, simples usuarios de internet, esta relación? Porque confiamos a esta empresa gran parte de nuestra vida, a través de cada mail, cada búsqueda, cada mapa que abrimos o cada video que miramos en YouTube (propiedad de Google). La empresa nos conoce, nos estudia y sabe más de nosotros que nosotros mismos. Muchas veces, nos preocupamos por lo que un gobierno puede hacer si se mete con nuestras vidas. Pero no le damos la misma importancia al poder que tiene una empresa, porque asumimos que no haría nada por perdernos como cliente. Sin embargo, si esa compañía logró penetrar en nuestros hábitos al punto de resultar imprescindible, ¿es tan fácil decirle que no? Como dice el tecnólogo Evgene Mozorov, el éxito de Google consiste en que su sistema es cada vez más ubicuo: llena cada espacio de nuestra vida cotidiana (nos manda una alerta para salir de casa media hora antes de la próxima reunión de trabajo, nos avisa que nuestro último turno con el médico fue hace un año, nos muestra el nuevo restaurante del barrio porque el último mes nuestro GPS nos llevó muchas veces a comer por allí). El problema, afirma Mozorov, es que “somos demasiado mezquinos para no usar servicios gratuitos subsidiados por publicidad”. El peligro es que con esto le damos, enceguecidos por sus soluciones mágicas, un inmenso reservorio de datos que lo alimenta para transformarlo en un animal cada vez más grande. Y allí reside su poder hipnótico para el poder y la política: en sus bases de datos se puede saber tanto de la gente (de nosotros), que la tentación de tener a la compañía como aliada es inmensa. Sin embargo, en el medio queda atrapada nuestra privacidad, o al menos nuestra opción de decidir quiénes tienen acceso a esa información.
Para el CEO de Google, el tema es sencillo: “Si tenés algo que no querés que otro sepa, tal vez no deberías estar haciéndolo en primer lugar. Si realmente querés tener ese tipo de privacidad, la realidad es que los buscadores -incluido Google- retienen esa información por un tiempo”. Su declaración recurre a una falacia repetida: “La gente inocente no tiene nada que esconder”. Pero el problema no es si somos inocentes o culpables de algo, sino algo previo: la privacidad importa por sí misma, porque es un derecho como usuarios y como ciudadanos. Es la base para la libertad, para expresarnos, para opinar. ¿Si supiéramos que todo lo que hacemos va a ser visto por todos, actuaríamos de la misma forma? Seguramente no. Sin embargo, en el capitalismo de internet, donde el fin último parece ser resolver todo más rápido que antes, la perdemos de vista.
¿Qué nos queda por hacer, entonces? Como usuarios de internet, lo más importante es ser conscientes de que, como dijo el abogado y activista Lawrence Lessig, en la Red, “el código es la ley”. Por lo tanto, cuando “la internet” nos sugiere algo, lo está haciendo un software escrito por humanos, que a su vez trabajan para empresas. Entonces, primero, podemos usar un servicio, pero también otros. Podemos hacer clic a un link, pero también preguntar a otros y tomar nuestros propios caminos. Igual que con las opciones políticas, se trata de elegir entre las alternativas, y no quedarnos con la primera que nos ofrece el paraíso. Leer la “letra chica” para no quedar presos de la trampa. O, al menos si nos enredamos en ella, saber dónde está la salida.
(Publicada en revista Brando en enero de 2015)