Méndez: “Cuando me reunía con Uber parecía que estaba negociando con las FARC”

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A fines de mayo la justicia porteña ordenó a los operadores móviles bloquear el servicio de Uber. En esta crónica, incluída en el libro Los dueños de Internet, se reconstruye la disputa con Juan José Méndez, secretario de Transporte porteño.

Fue hace mucho tiempo en la era de la tecnología: Uber anunció el inicio de sus operaciones en la Argentina y abrió su cuenta de Twitter local un domingo, el 27 de marzo de 2016, tal vez para suavizar su llegada con el sopor de la sobremesa. Su estrategia copió el manual que usó en el resto del mundo. Primero, desplegar una gran campaña de marketing en redes sociales, ofreciendo precios más baratos para los viajes y la convocatoria a nuevos “socios”, es decir, personas con “ganas de trabajar” y un auto disponible para sumarse como conductores. Segundo, enfrentar los conflictos con las autoridades locales. Tercero, adecuarse a la ley.

Antes de su llegada, representantes de Uber se reunieron con funcionarios de la Secretaría de Transporte del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que les informaron que serían bienvenidos si se adaptaban a la legislación de taxis o remises. Pero Uber decidió ignorar esas leyes locales de transporte, trabajo e impuestos, y comenzó a operar sin registrar siquiera una oficina. Como en otros países, confió en su capacidad económica para pagar equipos de abogados, lobistas, marketing y prensa para defenderse a medida que los obstáculos se fueran presentando.

Como en el resto del mundo, también en la Argentina los gremios de transporte reaccionaron rápido. Sabían que si no resistían al arribo de la compañía con una ocupación veloz de las calles, la guerra luego sería más difícil de ganar. Omar Viviani, líder del mayoritario Sindicato de Peones de Taxis y hombre reacio a aparecer en público, se puso al frente de las protestas desde el primer minuto. “Fuera Uber”, “Uber es ilegal”, decían los carteles que imprimió el colectivo de taxistas y aparecieron pegados en las lunetas de los taxis, en los postes telefónicos de las veredas y en las carteleras de la Avenida 9 de Julio, uno de los accesos principales a la ciudad, que llegó a reunir 8.000 taxis y a estar bloqueada durante 20 cuadras por las protestas.

En una unión de fuerzas inusual, la opinión del sindicalista fue compartida por el gobierno porteño, por el nacional y por los trabajadores asociados a los otros gremios contrarios a Viviani. Todos estuvieron de acuerdo. Si Uber, una empresa con sede en Estados Unidos, se llevaba entre el 25% y el 30% de las ganancias de cada viaje, también tenía que cumplir con las leyes locales, pagar impuestos, registrar a sus autos y a sus trabajadores.

Ayer, en otro capítulo de la batalla que enfrenta a Uber y el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, la sala II de la Cámara de Apelaciones en lo Penal, Contravencional y de Faltas porteña ratificó el fallo que obliga a los operadores móviles de Argentina a bloquear el acceso a los servicios provistos por la empresa Uber en el país, en virtud de contravenciones relacionadas con regulación local de transporte. La medida, que ya había sido tomada en abril de 2017 y en febrero de este año, fue rechazada por la Asociación Interamericana de Empresas de Telecomunicaciones (ASIET) y la GSMA (una organización internacional de operadores móviles) expresaron su preocupación y llamaron a “las autoridades judiciales y al organismo regulador ENACOM” para que se deje sin efecto el requerimiento, por considerarlo una medida de última instancia. “El bloqueo de contenidos y servicios de internet constituye una medida extrema que tiene potenciales efectos nocivos sobre la integridad y seguridad de la red y de ningún modo constituye una solución al problema de fondo”, señalaron los organismos.

Frente a los reclamos de ilegalidad, el argumento repetido de Uber en cada ciudad donde desembarca con su servicio es que los pasajeros tienen quejas respecto de los taxis tradicionales, sus precios y el trato de los conductores. En cambio, su servicio propone un trato más personalizado, informal, pero a la vez amable, y autos en mejores condiciones. En un punto intermedio, están quienes sostienen que la opción no debería ser extrema: taxis tradicionales, sucios y caros versus ubers modernos, baratos y limpios. En favor de la empresa de Silicon Valley, su llegada a distintas urbes motivó el debate sobre sistemas de transporte que debían mejorar, en otros casos modernizarse y, en otros, recibir más controles por parte del Estado. La cuestión no es si la tecnología debe incluirse o no en el sistema de transporte, sino bajo qué condiciones.

Empoderar a los gobiernos

Juan José Méndez es secretario de Transporte de la Ciudad de Buenos Aires. “Juanjo”, como lo llaman desde su infancia en Ciudadela, cumplió el sueño de su padre (obrero y delegado sindical de Fiat, luego dueño de una metalúrgica) y se recibió de Economista en la Universidad Católica Argentina. Méndez trabajó como periodista económico en Bloomberg y más tarde abrió su consultora de comunicación financiera, donde conoció al actual ministro de Transporte de la Nación, Guillermo Dietrich. Luego de trabajar con él y de ganar su confianza, llegó a su puesto actual como máximo responsable del transporte porteño.

Antes del lanzamiento de Uber en Buenos Aires, Méndez recibió la visita de Carl Meacham, un lobista de la empresa y exasesor republicano en el Senado de Estados Unidos. “Tuvimos una reunión muy cordial. Le explicamos las reglas de la ciudad y nos dijo que iba a recomendar a la compañía cumplir con todas las leyes. Pero tres meses más tarde, la empresa comenzó a operar sin cumplir con nada. Ahí empezó el problema”. Desde el inicio de las operaciones de Uber en territorio porteño, la secretaría a cargo de Méndez fue tajante en su decisión. “Uber hizo todo de manera ilegal: no pagó impuestos, no cumplió con los controles a los conductores, no operó con licencias profesionales ni vehículos habilitados. En un mercado donde los otros conductores tienen esos controles y pagan impuestos, nuestra función es decir que así no se hace”.

Méndez habla tranquilo, pero con firmeza. Se sirve un vaso de limonada y aleja su mochila mientras hace más lugar para descansar su espalda en el asiento de un bar moderno de Palermo.

-Uber dice que es una plataforma colaborativa y una empresa tecnológica. Por eso, no necesita adecuarse a las leyes de tránsito de la ciudad.

-No. Economía colaborativa es otra cosa. Uber es una empresa que se lleva el 25 por ciento de la comisión del taxista y toma decisiones como dar de baja a un conductor ante una calificación negativa. Siempre piensa primero en la empresa y después en el resto. Eso no es colaboración.

-El director de Asuntos Regulatorios de Uber para América Latina dijo que cometieron un error en Argentina y que querían enmendarlo. ¿No tuvieron instancias de diálogo antes de llegar a la situación de enfrentamiento?

-Por supuesto. Tuvimos varias reuniones. Nos decían lo mismo que en todo el mundo: “No somos un servicio de transporte, somos una plataforma tecnológica y bla bla bla”. Nosotros les decíamos cómo eran las leyes en Buenos Aires. Que dentro de la ley podían elegir cualquier opción, pero fuera de ella no íbamos a permitir nada. Si cometieron un error y quieren hacer las cosas bien, tienen que cambiar la conducta. Si no, es como pegarle a alguien y decir: “Ay, me arrepiento”, y volver a pegarle. Uber es una organización con problemas en el mundo, con denuncias de discriminación de género, maltrato laboral y espionaje a funcionarios. Podrán ser una empresa exitosa, pero eso no les da derecho a hacer las cosas mal.

-Tenés una postura inclemente con la empresa.

-Sí. Porque como funcionario público tengo que hacer cumplir las normas. Ellos quisieron dialogar ocupando la calle. Eso es extorsión. En Londres les quitaron la licencia. Si lo hizo el alcalde de Londres, ¿por qué no lo voy a hacer yo?

-¿Decís que Uber piensa que en Buenos Aires puede hacer cualquier cosa?

-Claro. Con ellos parece que hay una discusión para países desarrollados y otra para países latinoamericanos. O que le tuvieran más miedo a la Justicia francesa que a la argentina. Cuando los franceses les dijeron que los iban a meter presos dejaron de brindar el servicio hasta adecuarse a las normas. Acá pareciera que les da lo mismo. Tienen conductores imputados, condenados y una causa por evasión fiscal en la que están procesados. Y siguen diciendo: “Estamos arrepentidos, hicimos las cosas mal”. Sí, ¡pero no están haciendo nada para cambiar lo que hicieron!

Como funcionario, Méndez recuerda que desde el inicio de las relaciones Uber apostó a un manejo informal y secreto con el Gobierno, pidiendo reuniones a escondidas para negociar las condiciones de su arribo. “Parecía que me estaba reuniendo con las FARC para negociar un cese al fuego. Un día me cansé de esos manejos y di la orden de que pidieran audiencia como cualquiera. Que no se saltearan también esa regla”. Sin embargo, en la misma época en que llegó Uber a la Argentina también lo hizo Cabify, una plataforma y aplicación de transporte fundada en 2011 en España, que hoy funciona mayormente en España, Portugal y América Latina. “A ellos les explicamos exactamente las mismas reglas y en tres meses ya eran una empresa de remises habilitada y legal para operar en el país. Lo cual demuestra dos cosas: que se pueden hacer las cosas bien y que no estamos en contra de la tecnología”.

Tras la llegada de Uber a Buenos Aires y las reuniones de su área con empresarios y gremios de taxistas, desarrolló una aplicación propia, BATaxi. “Estudiamos el tema en conjunto y nos pareció una oportunidad para introducir innovaciones en el sector y no para oponernos a la tecnología. Surgió la idea de crear una aplicación para vincular el pasajero con el taxista de manera transparente, que la desarrollara el Estado y que no tuviera un costo extra para el taxista”. Lanzada en enero de 2017, la aplicación está disponible para los 37 mil taxis con licencia de Buenos Aires, es de uso gratuito para conductores y usuarios de teléfonos Android y Apple, y permite pagar los viajes con medios electrónicos. De crecimiento lento pero sostenido, ya está instalada en los teléfonos de unos 15 mil conductores y en los primeros nueve meses se realizaron 78 mil viajes (el 68 por ciento fueron solicitados por mujeres y el horario más pedido es de 8 a 12 de la noche). Aun así, todavía el 79 por ciento de los viajes se toman directamente en la calle y sólo el 4 por medio de alguna de las aplicaciones disponibles (BA Taxi o las apps de las distintas empresas). Mientras tanto, el gobierno porteño está trabajando para modificar la ley que regula la actividad de los taxis con el objetivo de incluir otras las alternativas tecnológicas que puedan surgir en el futuro.

“Hoy estamos discutiendo cómo adaptar la ley de radiotaxi”, dice Méndez. “Buenos Aires no tiene que ser menos que Copenhague, donde tampoco dejaron entrar a Uber. ¿Dinamarca es retrógrado? No. Es un país que respeta las libertades individuales, promueve el emprendedorismo, la innovación. Pero además de eso, tutela el bien común. Bueno, en Buenos Aires yo también quiero eso”. Para Méndez, las alternativas de la tecnología tienen que ser aliadas en su objetivo: que el transporte funcione, sea fluido, que haya alternativas y que las calles no estén inundadas de autos. Otra de sus preocupaciones con Uber es que, según estudios en grandes zonas urbanas de Estados Unidos, la empresa no funciona para compartir viajes, sino que agrega, a largo plazo, más kilómetros realizados por vehículos particulares. Para una ciudad, eso significa más congestión, más accidentes, más contaminación; es decir, pérdida de tiempo y dinero para las personas.

En este caso, el gobierno de Buenos Aires demuestra que los Estados pueden trabajar con la tecnología y al mismo tiempo considerar las necesidades sociales, más allá de los intereses privados o particulares. O, al menos, teniendo en cuenta el interés de los ciudadanos además de fomentar la modernidad. En definitiva, sería absurdo pensar que con un celular conectado a internet en el bolsillo tuviéramos que seguir llamando a un taxi por teléfono. Sin embargo, eso no significa que cualquier oferta de tecnología sea provechosa. El Estado debe decidir dónde innovar y dónde poner los límites o las formas para incorporar lo técnico. Eso es posible si la política toma la iniciativa y su rol de mediadora de los distintos intereses: usuarios-ciudadanos, trabajadores, empresarios, compañías locales e internacionales.

El Estado emprendedor

Desde la perspectiva capitalista siempre se consideró que el sector privado es innovador, dinámico y competitivo, mientras que el Estado desempeña un rol más estático, interviniendo en el mercado tan sólo para subsanar los posibles fallos en el desarrollo de sus actividades. Sin embargo, economistas como la premiada italiana Mariana Mazzucato demuestran en sus investigaciones que el Estado es la organización más emprendedora del mercado y la que asume inversiones de mayor riesgo. “Deberíamos preguntarnos quién se beneficia con los estereotipos del Estado como algo kafkiano y aburrido, y del sector privado como su contraparte dinámica y divertida. Esa imagen caricaturesca del sector público como un ente haragán y burocrático nos ha llevado a concretar alianzas público-privadas muy problemáticas”, dijo, durante una visita a Buenos Aires, Mazzucato, fundadora y directora del Instituto para la Innovación y el Bien Público de la London Global University, elegida por la revista The New Republic como una de las pensadoras más importantes sobre la innovación. “Se considera que las empresas son las fuerzas innovadoras, mientras que al Estado se le asigna el papel de la inercia: es necesario para lo básico, pero demasiado grande y pesado como para ser un motor dinámico”, dice en su libro El Estado emprendedor, donde alega que el Estado no sólo puede facilitar la economía del conocimiento sino que también puede crearla, de manera activa con una visión atrevida dirigida a un propósito.

Que los gobiernos se corran hacia un costado de la escena y dejen que las empresas decidan por ellos es una opción posible. Eso ocurre cuando el Estado no está convencido de su función y, como consecuencia, se ve capturado y sometido a los intereses privados.Cuando eso sucede los gobiernos se vuelven pobres imitadores de los privados en lugar de ocupar el lugar de ofrecer alternativas. O, si los funcionarios se ven a sí mismos como demasiado entrometidos o unos meros facilitadores del crecimiento económico en vez de socios más osados dispuestos a asumir riesgos que en general las empresas no quieren asumir. De esa manera, los gobiernos cumplen su propia profecía de subestimarse y quedan sepultados bajo el poder de las grandes empresas.

Hoy, las grandes empresas del mundo son en su mayoría tecnológicas. Frente a ellas, los Estados pueden limitarse a desenrollar una alfombra roja, ofrecer una reverencia y dejarlas hacer a su gusto. Pero también tienen otra opción: convertir al Estado en un emprendedor. Para eso, la política debe tomar la delantera, ocupando su lugar de mediadora de intereses y al mismo tiempo teniendo la confianza (¡y la osadía!) de considerarse creativa y competente. Tanto o más que las empresas privadas.

La evidencia también lo demuestra: los gigantes de la tecnología apuestan a lo seguro. Lejos de arriesgar sus capitales, se nutren de inversionistas de riesgo y luego no reinvierten sus ganancias. En vez de destinar recursos a nuevas investigaciones o desarrollos realizan complejas operaciones financieras para desviar los fondos a cuentas offshore en paraísos fiscales. Con eso, no sólo evitan pagar impuestos en los países en donde ganan dinero, sino que también acrecientan las desigualdades, ya que utilizan a los países como lugares de donde extraen la riqueza, pero sin tributar por las ganancias.

Un Estado poderoso

La política, por definición, debe mediar entre distintos intereses. Le toca, valga la redundancia, politizar lo que aparece como “dado”. El caso puede ser el de una empresa como Uber, que usa el lema “Uber love” (Amor Uber) al mismo tiempo que evade impuestos y no beneficia a los trabajadores. O el de una plataforma de viviendas como Airbnb, que aumenta los precios de los departamentos vacíos en una ciudad y obliga a los locales a alquilar a costos muy altos en lugares alejados.

Frente a la revolución tecnológica, hoy esa intervención nos parece lejana. Y nos cuesta ver al Estado en un rol más poderoso. Quizás eso sucede porque también tenemos que pensar a la política de otras formas; para empezar, unas que nos incluyan más, que sean más colectivas. En el mundo ya hay casos donde esa innovación de los gobiernos en conjunto con los ciudadanos está sucediendo.

El mundo en donde la tecnología y la sociedad conviven de una forma más equilibrada donde más personas se benefician al mismo tiempo es posible.

Publicado en la revista Brando en Junio 2018

 

 

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