Colonizados o dueños: ¿Por qué politizar la tecnología cambiará el futuro?

0 Veces compartido
0
0
0

Capítulo 6 de Los dueños de internet (2018)

 

Colonizados o dueños:

¿Por qué politizar la tecnología cambiará el futuro?

 

“En el postcapitalismo, el Estado tiene que actuar más bien como actúa el personal de Wikipedia:

incubando y nutriendo las nuevas formas económicas hasta el punto en que puedan emprender el vuelo por sí solas y funcionar de manera orgánica”

Paul Mason, Postcapitalismo

“La politización de la revolución tecnológica aparece como imprescindible” Joan Subirats, ¿Del postcapitalismo al postrabajo?

 

 

En el último día de la gran feria de tecnología, las calles de Barcelona desbordan de habitantes locales y visitantes extranjeros desde muy temprano. Desde los portales art noveau de los hoteles, los empleados suben una valija tras otra a los baúles de los taxis que los llevan al aeropuerto de El Prat. En la esquina, el cartel del metro advierte sobre demoras y las filas de gente caminan lentas para bajar a tierra. Con poco tiempo para llegar a la entrevista, la mejor opción es un taxi.

̶ Buen dı́a. ¿Vas para la feria de tecnologı́a?  ̶ consulta el taxista antes de aceptar el viaje.

̶ No, hoy ya no voy para allá.

̶ Ah, argentina. Bueno, entonces sube.  ¿A dónde vamos?

̶ A la Biblioteca Jaume Fuster, frente al metro Lesseps, por favor.

̶ Qué bien, aquí cerca. Es que la feria ya no voy. Para que cuatro tíos que pagan quinientos euros de hotel por noche ganen todo ese dinero, pues yo no me vuelvo loco. Prefiero quedarme por aquí, lleno o vacío, qué más da.

̶ Estuve en la feria estos días. ¿Todos los años es así?

̶ ¡Qué va! Todos los años igual. Esta ciudad se volvió imposible. Yo trabajo en el centro porque aquí está el dinero, pero me he tenido que mudar a las afueras. El turismo nos ha liquidado. Ya no se puede pagar una renta aquí.

 

Adrián, el taxista, podría ser argentino: en las veinte cuadras que nos separan de mi destino, se lamenta de su ciudad. La especulación turística e inmobiliaria sin control durante décadas obligó a muchos catalanes como él a escapar hacia la periferia. Su queja no es infundada. Con 75 millones de turistas que llegan a España por año, Barcelona se está quedando sin viviendas para alquilar a precios razonables para los trabajadores medios. En los últimos años, la llegada de plataformas como Airbnb o HomeAway agravó el problema. Cualquier persona con un espacio mínimo para alquilar prefiere publicarlo a precio turista para obtener un ingreso extra y las viviendas para los locales se acaban. Con la necesidad de la gente asfixiada por la crisis económica o la precarización de su trabajo, las plataformas tecnológicas hacen su negocio quedándose con un promedio del 15 por ciento de cada alquiler. Los habitantes locales ven reducidas sus posibilidades de vivienda o los precios suben tanto que no les queda más alternativa que huir hacia las afueras. Con el éxodo, los sistemas de transporte también se saturan y requieren más inversión en infraestructura para los locales que se trasladan todos los días a trabajar. Pero mientras el Estado se hace cargo de esos gastos, quienes más ganan son las empresas disfrazadas de economías colaborativas, que practican su business as usual: la extracción de ganancias allí donde el mercado las ofrezca, sin importar las consecuencias para la sociedad.

Frente a este problema, Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, está tomando medidas. Fundadora de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca nacida bajo la crisis española de 2008-2009, Colau promovió distintas leyes en 2011 para no dejar en la calle a los desahuciados, es decir, a los miles de españoles que no podían pagar sus hipotecas y perdían sus casas. Luego, como parte del Movimiento M-15 (también conocido como “de los Indignados”) llegó al poder con Barcelona en Comú, un frente social de organizaciones que gobierna la ciudad desde 2015.

Con el liderazgo de Colau, el gobierno de Barcelona está avanzando para catalogar y regular la oferta de alquileres turísticos de los ocho mil pisos que se calculan disponibles para ese fin en la ciudad. En junio de 2017, el municipio impuso a

Airbnb una multa de seiscientos mil euros por alquilar viviendas sin registrar en el Ayuntamiento, donde ahora los lugares deben quedar censados para que el gobierno pueda controlarlos y limitar el avance desmedido de la plataforma. También, aunque con multas menores, está obligando a que los propietarios de departamentos o habitaciones para turistas puedan alquilarlos por períodos máximos de 30 días. Algo similar ocurre en Nueva York, donde se dispuso como ilegal alquilar una casa entera para turismo, para que los precios de ese negocio eventual no subieran los del mercado local y dejaran afuera a los habitantes locales.

Al igual que en Buenos Aires con el límite de licencias de remises disponibles para empresas como Cabify, en otras ciudades los gobiernos también se están poniendo al frente de la regulación para que el transporte, la vivienda y otros servicios esenciales de la vida pública no se vuelvan un bien mercantilizado en su totalidad.

Ciudades como Amsterdam, Lisboa, París, Ciudad de México, Miami y San Francisco también están tomando medidas para que el crecimiento imparable de las grandes empresas tecnológicas no atenten contra el bien común. Además, están implementando o estudiando medidas para cobrarles impuestos que permitan que sus ganancias vuelvan a los municipios. En Estados Unidos, Airbnb paga impuestos en 12 condados del estado de Nueva York, que ya impulsó una ley para que se extienda a todo el territorio. En Barcelona, durante el verano de 2017 se realizó el encuentro Fearless Cities (Ciudades sin miedo), en el que participaron los responsables de políticas urbanas y activistas de Lisboa (Portugal), Nueva York, Pensilvania (Estados Unidos), Belo Horizonte (Brasil), Berkeley (California), Attica (Grecia), Nápoles (Italia), Valparaíso (Chile) y Rosario (Argentina), entre otros. Con el lema “Nuestras ciudades no son una mercancía”, en la reunión se compartieron experiencias para garantizar medidas contra la especulación inmobiliaria y generar diques efectivos contra la inundación de servicios de las grandes plataformas que van quitando derechos a los habitantes locales.

¿Cómo lograr que el beneficio de la tecnología sea colectivo y no quede privatizado en unas pocas manos? La pregunta es vital para nuestro futuro. Y las respuestas están llegando de la mano de las ciudades, que hoy se muestran más poderosas que los Estados al no someterse al poder de las grandes empresas tecnológicas.

 

El catalán Joan Subirats señala que en un mundo donde la autonomía personal y el reconocimiento de la diversidad y la igualdad se afirman como valores, las ciudades pueden tomar y desarrollar visiones más abiertas de gobierno y de gobernanza que involucren a distintos actores. Ese “nuevo municipalismo” funciona en forma de redes donde las personas se encuentran a debatir y reformular temas concretos, en lo que él llama “microsoberanías”. Preguntas como cuánto cuesta el agua o la energía y quién controla su distribución, si tenemos sistemas de movilidad sostenibles, si mantenemos el control público de los datos que gestionan los municipios, cómo y dónde nos educamos, cómo controlamos la oferta de la vivienda o qué tipo de seguridad adoptamos en nuestras calles parecen sencillas pero ponen grandes intereses en juego. Todas ellas, además, involucran a la tecnología. Y, en un momento de Estados asfixiados fiscalmente, en permanente crisis o tomando decisiones que solo favorecen al mercado, las ciudades ofrecen una oportunidad de avanzar en esas soberanías de proximidad, con menos burocracias, involucrando a movimientos sociales diversos y respondiendo a otros intereses, más cercanos a los de la comunidad.

Es en las ciudades y con sus lazos sociales, saliendo y entrando de las redes tecnológicas, donde encontraremos las respuestas para un futuro menos atado a las decisiones de las grandes corporaciones de Silicon Valley y sus tentáculos locales.

 

Joan Subirats se acerca a la mesa en la explanada a cielo abierto de la biblioteca

Jaime Furster. Profesor de ciencia política de la Universidad Autónoma de Barcelona, Subirats es un catedrático de renombre, un integrante protagónico del movimiento catalán de “los comunes” y un hombre activo en la política local vinculado con organizaciones sociales de otras ciudades del mundo que accionan para limitar el poder de las corporaciones o trabajar en conjunto con ellas y con el Estado para distribuir mejor los beneficios entre sus habitantes.

Recientemente nombrado comisionado de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona[1], Subirats también forma parte del colectivo Barcola, donde se reúnen académicos, activistas, funcionarios y “hacedores” de distintas iniciativas peer-topeer (de igual a igual) que van nutriendo la política diaria del Ayuntamiento. Con cooperativas de telecomunicaciones y grupos que gestionan redes de internet públicas, colectivos que trabajan para dotar de reglas de privacidad a los datos de la salud pública, activistas que potencian la adopción del software libre y la defensa de los derechos digitales, empresas que diseñan sistemas de seguridad que no atentan contra los derechos de las personas, laboratorios de reutilización de materiales y cuidado de medio ambiente, cooperativas eléctricas y de transporte enfocadas en dar servicios sociales, el grupo es amplio y heterogéneo. Pero lo impulsa una meta común: descreer del solucionismo tecnológico y analizar y llevar adelante proyectos enfocados en el bienestar social por sobre el interés económico.

Con esta construcción colectiva y con el liderazgo de la comisionada por la Tecnología y la Innovación Francesca Bria, Barcelona lidera las iniciativas por la soberanía tecnológica en el mundo. Entre otras medidas, el gobierno llevó adelante acciones para comprar el software a empresas locales y cooperativas en vez de hacerlo con Microsoft, construyó la plataforma Decidim para la participación ciudadana (vinculada con reuniones presenciales en los distintos barrios), tendió una red propia de quinientos kilómetros de fibra óptica y wifi gratuito por medio del alumbrado público, colocó sensores para monitorear la calidad del aire, el estacionamiento público y el reciclaje de basura, creó un distrito de innovación para empresas enfocado en las economías colaborativas y las soluciones para el medio ambiente, y revisó los contratos con proveedores de tecnología para controlar la recopilación y el uso de los datos que recaban en sus términos y condiciones (como parte del proyecto Decode, fundado por Bria) bajo una plataforma común que utiliza toda la ciudad como fuente de información. Con este plan[2], Barcelona buscó redefinir el concepto de “smart city”, un paraguas mercantil que suele agrupar a cualquier incorporación de tecnología en la vida urbana (sin preguntarse por su fin social), y fue destacada por el Financial Times como “la smart city con una revolución en progreso” y como “la metrópoli que está repensando el uso de la internet de las cosas” (otro concepto usado acríticamente por el mercado)[3]. Dentro de esta revolución, las ciudades son un elemento central del “nuevo municipalismo” o “municipalismo radical”, la idea sobre la que el propio Subirats ha escrito y que retoma en la conversación cuando habla de recuperar la soberanía, es decir, el poder.

“¿Podemos pensar la tecnología desde el bien común?”. Con esa premisa, Barcelona está guiando sus políticas. La pregunta hoy suena revolucionaria, aunque será adoptada, seguramente, por más ciudades a medida que el poder de los monopolios las ahogue bajo sus decisiones mercantilistas. Llegar a esa premisa que hoy parece radical no fue sencillo. Implicó años de construcción y la cooperación grupos heterogéneos. Barcelona en Comú se nutrió de los indignados y grupos por crisis de la vivienda, de los movimientos por la cultura libre en internet, los colectivos anti globalización y Juventud Sin Futuro, que buscaba alternativas para combatir un desempleo juvenil muy alto. Entre ellos, Subirats destaca que el movimiento por los derechos de internet fue importante: “Había estado muy activo entre 2009 y 2010, cuando los grupos se unieron para frenar la ley Sinde, que quería penalizar las descargar online en España. Luego, con el nacimiento de Podemos y las agrupaciones similares, también se generó otra dinámica respecto del uso de internet como herramienta de comunicación, más horizontal. Los nuevos grupos ya no contratan un community manager, sino que ellos mismos piensan en colaborar en red antes de comunicar”.

Con ese poder colectivo, el gobierno de Barcelona se atrevió a tomar decisiones y afectar intereses. Por ejemplo, en la convocatoria pública de energía de 2017 el Ayuntamiento estableció que sólo aceptaría propuestas de las empresas eléctricas que aceptaran no cortar la luz a las personas que no pudieran pagar si acreditaban que su salario no era suficiente. Endesa, una gran empresa eléctrica de Barcelona, se negó a aceptar los términos y presentó un amparo judicial alegando que la medida afectaba las leyes de competencia. Pero al mismo tiempo se presentó un grupo de cooperativas y pequeños grupos de provisión de electricidad que se unieron para la licitar juntos y aceptaron esa regla de justicia social. El Ayuntamiento persistió en su postura y luego de constatar las credenciales técnicas de los oferentes dio el contrato a la cooperativa. “En el caso de otros servicios públicos todavía no hay alternativas a los grandes prestadores. Se necesita tiempo y apoyo del gobierno para que surjan alternativas. Y el Ayuntamiento está fomentando que eso ocurra. En vez de dejar que el mercado decida, el Estado se está involucrando activamente, creando incentivos para que los nuevos actores puedan innovar”, explica Subirats.  

A partir de ese apoyo del Ayuntamiento, distintas cooperativas están creciendo en

Barcelona: Eticom en tecomunicaciones, Som Mobilitat para dar servicios de car sharing (transporte compartido) con motos y coches eléctricos propios, Som Energía para electricidad. Subirats explica que el Ayuntamiento, además, avanza en estas políticas con cautela si se precisa, pero con rapidez si hace falta. “El gobierno no anula de un día para el otro el contrato con Orange y se lo da a Eticom, sino que le exige a las nuevas empresas que sean fiables y sustentables en el tiempo, para que los usuarios después no tengan problemas”. Sin embargo, cuando la administración de la capital catalana encuentra un problema que afecta a algún derecho, también toma decisiones que otras ciudades podrían considerar demasiado arriesgadas. Eso sucedió cuando se anuló el contrato de las compañías telefónicas que prestaban el servicio de T-Mobilidad, la tarjeta inteligente para pagar el transporte público, porque no aceptó los términos de uso de los datos de las personas. “Una parte central de nuestra política tecnológica es que los datos no sean privatizados, que se usen con fines comunes y con reglas de privacidad”.

 

̶ ¿A Barcelona, ocuparse de la soberanía tecnológica también le ha resultado en términos de publicidad positiva?

̶ Sí, ha puesto a Barcelona en el mapa al mismo nivel que ciudades como Nueva York. Pero es importante entender que estamos construyendo un paradigma de debate y a la vez de acción. No somos unos intelectuales que hablan y nada más ni unos radicales que sueñan cosas. Hace muchos años que estudiamos y trabajamos en esto para comprobar que esta manera de hacer las cosas es más eficiente. Incluso más eficiente que la forma del mercado.

̶ Y que la política todavía tiene algo que decir frente al mercado.

̶ Sí. Que podemos ser creativos. Que la tecnología puede ser gobernada y politizada. Que alguien gana y pierde con cada decisión que tomamos. Es luchar contra la idea de la neutralidad de la tecnología. No: la tecnología no es neutral. Pero para llegar a eso hay que enfrentar muchos sentidos comunes, por ejemplo que siempre el mercado es más eficiente. O que el Estado no puede invertir en innovación.

̶ ¿Que la política se anime a tomar la iniciativa? 

̶ Claro. Las instituciones muchas veces reaccionan tarde o no se animan a limitar los monopolios como el de Google o el de Facebook, aun cuando estas empresas no hagan más que aumentar sus beneficios y digan que para el resto de la política queda ser austeros. Frente a eso nosotros decimos que los Estados pueden y deben plantear estrategias de construcción de sus propias plataformas públicas para evitar la dependencia de las privadas, limitar las posiciones monopólicas, evitar que las plataformas ejerzan nuevas formas de explotación de los trabajadores, generar mejores reglas para el manejo de la privacidad. Es decir, no se trata de oponernos a las plataformas, siempre que sean verdaderamente abiertas y democráticas y no nuevas formas de captura extractiva de la riqueza o las oportunidades de la gente.

 

Para Subirats desde Barcelona, pero también para otros colectivos sociales y gobiernos de ciudades, es posible hacer que la tecnología beneficie a la sociedad, además de hacerlo con un puñado de grandes empresas. La lucha es entre el extractivismo de los Cinco Grandes, que están viviendo su gran era de expansión y acumulación de capital, versus el resto del mundo: el 99 por ciento de quienes no nos beneficiamos con su manera de repartir el mundo.

Pero, como en toda época, para enfrentar la batalla primero hay que conocer las coordenadas del mapa.

La era de las grandes plataformas tecnológicas supone nuevas lógicas. La acumulación ya no se produce en oro o petróleo, sino en datos, la materia prima de la riqueza, que a su vez no queda dentro de los países, sino que sigue un camino de evasión fiscal y empresas offshore para seguir en manos de sus dueños. También el trabajo está viviendo nuevas contradicciones. La estabilidad y los derechos laborales están dejando de ser la regla al tiempo que crecen la precarización y el trabajo flexible. Mientras tanto, desde la mayoría de los gobiernos la propuesta sigue siendo que la política se reduzca a su expresión mínima y la austeridad, que no dejan espacio a la inversión propia, también para crear alternativas en las tecnologías.

Sin embargo, el protagonismo de los gobiernos es vital. Es la clave del cambio si queremos salir de la lógica de unas pocas empresas concentradas que dominan nuestras vidas y, cada tanto y como excepción, abrir el juego a alguna “tecnología con impacto social” que enmiende los problemas que generan las anteriores. El dilema es el mismo que con la inclusión de las mujeres en más espacios de poder: ¿Necesitamos más paneles de género donde cinco mujeres debatan qué pueden hacer las mujeres para tener más espacio en la sociedad? ¿O sencillamente necesitamos que las mujeres sean parte de los mismos debates, paneles y espacios que los hombres? La diferencia es clara: para que una forma no se vuelva la dominante tienen que nacer otras muchas maneras de hacer las mismas cosas por otras vías. Para eso, es necesario que todos los días se creen alternativas hasta que se conviertan en la regla y no la excepción.

 

 

Una manera distinta de pensar es entender lo digital desde la perspectiva de los bienes comunes. Es decir, como aquellos que nos pertenecen a todos y al mismo tiempo que son nuestro derecho también suponen deberes. No son ni de unos ni de otros, son de todos. Pero eso no significa que su administración ni u uso sea “gratis”. Requiere que nos involucremos colectivamente para tomar decisiones sobre ellos.

Hay un tema que me interesa y que trato en forma recurrente: “¿Cómo hacemos para proteger nuestros datos o nuestra privacidad de los abusos de las empresas?”. Mi respuesta es que se hace con dos cosas: con pragmatismo y con responsabilidad. El primero se basa en conocer las tecnologías, aprender no sólo sobre los productos sino sobre cómo funcionan las cosas. La segunda es que hay que involucrarse y que eso no es fácil y lleva tiempo. Es como participar de una asamblea de consorcio, de una reunión de padres o ponerse de acuerdo con un grupo de trabajo sobre cuál es el mejor camino a seguir en un proyecto complejo. En principio, no son tareas agradables. Pero si no nos hacemos cargo de esos lugares y decisiones, otros lo harán por nosotros.

La idea de “los comunes” o de los “commons” ha crecido en los últimos años en las comunidades de activistas digitales, pero también en movimientos por derechos tan diversos como la soberanía alimentaria, cultural, de vivienda o de transporte. Y tiene que ver con esta idea de decidir sobre los nuevos territorios que debemos gobernar, entre ellos el digital. Ante un mercado que parece crecer sin límites y un Estado que no parece dispuesto o lo suficientemente valiente para limitar los abusos, tenemos la necesidad de recuperar algo que exprese lo colectivo. La diferencia es que esta nueva noción de “lo público” no siempre será “institucional”. Lo que sí implicará es una reconstrucción de los vínculos con los otros y un enfrentamiento a intereses que parecen demasiado poderosos.

Bajo estas ideas, distintos colectivos se están reuniendo en diferentes ciudades del mundo para llevar adelante nuevas formas políticas. Las redes y la tecnología son parte de ese entramado, pero es fuera de internet y la tecnología donde sucede el cambio.

̶ El cambio va más allá de la tecnologı́a  ̶ me dice Rodrigo Savazoni, un periodista, escritor y agitador brasilero que formó parte de la secretaría de Cultura de San Pablo y hoy lidera el Instituto Procomun en Santos, una ciudad sobre el Océano Atlántico cercana a la gran metrópoli financiera de Brasil.

En una visita a Buenos Aires para un encuentro de economías colaborativas, Savazoni, que desde joven se involucró en el movimiento  por el software libre y la militancia política, dice que hoy la construcción está en articular lo online con otras dinámicas, fuera de “lo ciber”. La tecnología ayuda, pero el cambio sucede en otros espacios, o al menos no depende sólo de ella. “En nuestro espacio en Brasil nosotros hablamos de ‘circuitos’, donde la gente va debatiendo y decidiendo cómo y en qué quiere transformar su realidad. Desde el Instituto Procomun funcionamos como un nexo para conseguir recursos, por ejemplo en forma de becas para que las personas se formen en gestionar la basura, si ese es un problema para sus comunidades. Pero también apoyamos la innovación ciudadana, a pensar y construir maneras propias de resolver los problemas”.

Como ejemplo de esas acciones, Savazoni cuenta que en 2017 se financió un proyecto de un colectivo de surfistas que vivían en una playa muy contaminada y querían encontrar maneras de limpiar el medio ambiente para practicar su deporte. Algunos comenzaron a estudiar ingeniería ambiental y a indagar otros proyectos sobre manejo de residuos, y crearon un proyecto de reciclaje que les permite limpiar la playa, procesar la basura y con eso se generarse una renta para vivir. El resultado fue la limpieza de la playa con una tecnología innovadora que les permitió además tener un ingreso económico para poder sostenerlo. Otro grupo se dio cuenta de que las ferias de alimentos generaban desechos que se podían consumir y se estaban desperdiciando, cuando al mismo tiempo los estudiantes de la universidad les costaba comer sano todo los días. Como resultado, el grupo creó un mapa de ferias online, generó unas cajas para recolección de alimentos con impresoras 3D, mapeó un circuito para recoger las verduras o los alimentos que no eran utilizados y llevarlos a una cocina donde hoy se preparan viandas a precios accesibles para los estudiantes de la universidad.

 

̶  O sea que se produce una colaboración online creando un mapa, se utiliza la tecnología 3D para las cajas, se utiliza un software para generar un recorrido y luego todo eso se pone al servicio de un negocio de comida que beneficia socialmente a la comunidad. 

̶ Exacto. Lo interesante es que los chicos que desarrollaron este sistema eran gamers. Vieron que había un circuito posible para recorrer con una función comunitaria. Generaron un sistema de circulación, con postas, en el que el objetivo final es no desperdiciar comida y alimentar a más gente todos los días. Al mismo tiempo, para muchos de ellos esto es un trabajo, viven del proyecto, lo cual es fantástico, porque al ser jóvenes había una gran parte de ellos que estaba en situaciones precarizadas, de horarios flexibles, que les cortaban la posibilidad de seguir sus estudios. Ahora no sólo están organizados, sino que se ayudan mutuamente y viven de eso.

̶ ¿La forma de trabajo es la puesta en común y también los laboratorios ciudadanos?

̶ Sí, es un flujo que va y viene entre las calles y las redes. Nosotros tenemos claro que el neoliberalismo busca mantener la situación actual. A lo sumo, cuando habla de innovar piensa en modelos como las “aceleradoras de startups”, que no están mal, pero en general suponen proyectos también mercantiles. Nuestra lógica es otra. La innovación tiene que ser para transformar. Y para eso tenemos que involucrar a más personas.

 

Usar la tecnología como un medio para el bien común y no como un fin en sí misma también es la idea de Dardo Ceballos, director de Gobierno Abierto de Santa Fe y creador de Santalab, un laboratorio de innovación ciudadana fundado en 2015, que funciona como una interfaz de colaboración entre en Estado, las organizaciones, las empresas y los ciudadanos de la provincia.

Santa Fe, gobernada desde hace una década por el Partido Socialista, había comenzado una política de soberanía tecnológica en 2012, cuando inauguró un centro de datos propios, que ya es utilizado por todos los ministerios de la provincia. Ese espacio también funciona como espacio de “datatones”, fiestas o encuentros que relacionan a la gente de tecnología que trabaja en el gobierno con distintas iniciativas ciudadanas. Ceballos reconoce que fue clave la base de infraestructura propia que tenía la provincia para iniciar el camino de Santalab. También, un grupo de profesionales (técnicos, no técnicos y activistas) que estaban involucrados con la adopción de software libre para la administración pública. No eran todos los técnicos que trabajaban en el Estado, pero Ceballos recuerda que en ese grupo de personas tuvo aliados para ir avanzando con los otros proyectos de tecnología ciudadana.

Santalab también se convirtió en un espacio al que acuden otros municipios de Santa Fe y de otras provincias para aprender metodologías de trabajo participativas hasta para realizar capacitaciones en distintos modelos de software y hardware. Ceballos, que vive entre Santa Fe y Rosario, comenzó trabajando en proyectos de comunicación digital del gobierno y se dio cuenta de que el verdadero cambio no iba a ocurrir online si no se conectaba con la participación offline y ambas producían una transformación más potente. “Al principio se trataba de modernizar los trámites, que fueran más sencillos para la gente, buscar modelos distintos para hacer las cosas”, explica Ceballos, que dio forma al proyecto de laboratorio que luego financió el Media Lab Prado de España. “Ahí surgió la idea de aprovechar el potencial ciudadano con una idea que seguimos teniendo: hay gente que quiere trabajar por una causa, por ejemplo modernizar un trámite o ayudar concretamente programando para una iniciativa, pero que no quiere trabajar dentro del Estado. Pueden ser un grupo de personas, una ONG, un grupo en la universidad. Nuestra idea es que trabajen con el Estado pero no necesariamente generar una dependencia económica. Queremos que sean libres, incluso para interpelarnos. Y eso requiere pensar modelos de sustentabilidad”.

Con ese modelo de cooperación en marcha, dos estudiantes de la Universidad Tecnológica Nacional en cooperación con Santalab crearon Virtuágora, una plataforma abierta de participación online ciudadana que recrea el modelo de Grecia. Para trabajar con el gobierno, los universitarios Guillermo Croppi y

Augusto Mathurín, de Virtuágora, tuvieron que aceptar un código de ética, inspirado en los principios del libro La Ética Hacker: todos los que se acercan tienen que estar dispuestos a compartir el código fuente de lo que hacen para que luego otros lo utilicen. “Si no aceptan eso, la idea puede estar muy buena, pero desde Santalab le decimos a la gente que presente el proyecto a otra área del gobierno y liciten una solución tecnológica. Si trabajamos juntos bajo el código, después en cada implementación particular de la plataforma se pueden sumar y se les paga por esos desarrollos”, explica Ceballos. Virtuágora ya se utilizó para el debate del proyecto para la nueva ley de educación de Santa Fe y para debatir la nueva Constitución provincial.

 

̶ Es decir, si no produce un impacto social no es para Santalab. ¿No les interesa ser una “aceleradora de startups”?

̶ No, Santalab no es una interfaz para emprendedores o startups. Para eso ya hay otros espacios. Nosotros trabajamos en innovación pública y ciudadana. Y eso ocurre si un proyecto logra equilibrar una brecha social o reducir una desigualdad. El “emprendedorismo” no se lo plantea, se plantea innovación a secas. Pero nosotros pensamos que si la innovación no reduce brechas culturales, económicas o sociales, no sirve para nada. Lo otro relevante es que los proyectos tienen que ser abiertos, tanto en el software como en el hardware. Desde el Estado queremos promover ese otro modelo y no desarrollar empresas que acumulen ganancias pero precaricen a los trabajadores. Eso ya existe. No necesitamos más.

 

̶ Suena casi revolucionario, pero tiene aplicaciones concretas.  

̶ Sí, por ejemplo, en una reunión se planteó el problema de que los empleados públicos querían ir a trabajar en bicicleta pero no tenían donde estacionarlas porque todos los estacionamientos eran para autos. Entonces nos juntamos con usuarios y activistas de bicis, equipos de gobierno y edificios públicos. Entre todos, diseñamos un modelo de bicicletero en U, que es el más seguro, y con techo, para que fuera igual que con los autos: si ellos tenían techo para no mojarse con la lluvia, ¿por qué las bicis no? Construimos un prototipo y liberamos los planos para que cualquiera pueda usarlos. Ahora ya se están instalando los primeros bicicleteros en edificios públicos. Los planos abiertos permiten que cualquier municipio, hospital, incluso empresa, los use. Se hizo con dinero de la gente, entonces tiene que estar disponible para todos. También estamos construyendo cajas para enseñar robótica en las escuelas de la provincia con basura electrónica que se desecha en la administración pública. Separamos lo que se puede usar, sumamos una placa arduino (un hardware simple y abierto sobre el que se pueden sumar elementos) y con eso los chicos empiezan a aprender robótica.

̶ Así contado suena sencillo, pero me imagino que también implica cambios en cómo se trabaja dentro del Estado. 

̶ Sí, pero también trabajamos en eso. Por ejemplo, asesoramos a cada área que compra tecnología en el gobierno para que exija el código de lo que se paga con dinero público. Hay municipios que compran una aplicación a una empresa privada que se las vende, pero después no son libres de modificarla o reutilizarla. No cuesta nada exigir, pero para eso hay que formar a los funcionarios. En algunas áreas, como movilidad o seguridad, falta avanzar. Pero es parte de la colaboración. Lo que vemos es que cuando hay voluntad de colaborar se avanza muy rápido.

 

 

El caso de Brasil, el de Barcelona y el del Santalab en Argentina derriban algunos mitos.

El primero es que las herramientas digitales por sí mismas no generan la cooperación ni el beneficio social. Para que ocurran, se necesitan instituciones y colectivos que movilicen y tengan un objetivo político común, que puede ser tan eficiente como el de una empresa privada.

Con eso, derrumban el segundo mito: que lo institucional, ya sea promovido desde un gobierno o desde una organización social, no puede ser racional. Reutilizar recursos que el mercado desecha, utilizar la inteligencia colectiva para tomar decisiones y convocar a especialistas a aportar en pos de un objetivo social requiere una coordinación, pero no es imposible y es, a la larga, un beneficio del que se apropian más personas.

El tercer mito es que con la tecnología las personas nos ponemos de acuerdo más rápido. Ponerse de acuerdo (en una empresa, en la política, en una organización social) siempre supone procesos lentos y engorrosos. Por eso, es necesario que los gobiernos retomen la confianza en sí mismos y vuelvan a considerarse capaces de liderar la innovación. Y también que se den, y den a los otros actores, el tiempo y el espacio para aprender a hacer las cosas de formas distintas. También, para intercambiar con los gobiernos que ya tienen un camino hecho. Pero, sobre todo, los gobiernos deben ser audaces para generar dinámicas distintas a las que plantea el mercado.

Frente a esta oportunidad de plantear una relación distinta con la tecnología y la política, cada situación histórica, de poder, o incluso de hartazgo con las cosas tal como están, hará nacer el cambio.

Lo cierto es que hoy esa oportunidad parece más clara que nunca. Al igual que durante el colonialismo, que tan pocos dominen la riqueza del mundo nos permite identificarlos más fácil y entender que allí está uno de los orígenes de la desigualdad. En consecuencia, tal vez las primeras acciones consistan en poner límites a ese poder inusitado.

Para combatir el poder de los Cinco Grandes hay cuatro acciones que parecen claras.

La primera es evitar o restringir las posiciones monopólicas para impedir que cada una de las plataformas o empresas dominen un mercado y sometan al resto.

La segunda es establecer desde las ciudades o los países las leyes para que los nuevos intermediarios tecnológicos no supongan nuevas formas de explotación laboral. En ese caso, los sindicatos también tendrán que reformular sus objetivos, abrazando dentro de sus estructuras también a los nuevos tipos de trabajadores precarizados, sometidos a las tiranías de los algoritmos, flexibilizados por las plataformas.

La tercera es mejorar las reglas para asegurar la privacidad de los datos que las grandes empresas recogen como forma de riqueza. Y junto con ello, disponer de esos datos para tomar decisiones que favorezcan a la sociedad y no sólo a los intereses de esas empresas.

Por último, combatir la evasión generalizada de capitales, empezando por asegurar que las empresas paguen impuestos locales y eliminando los paraísos fiscales es imprescindible.

Estas cuatro acciones son grandes desafíos. Al mismo tiempo son un mapa de las coordenadas por donde transitar colectivamente un mundo que encuentra en los Cinco Grandes y el modelo del capitalismo de plataformas una manera de reinventar viejas formas de explotación.

Los dueños de las grandes empresas, de Mark Zuckerberg a Bill Gates o Jeff Bezos, podrán seguir declarando que están comprometidos con el progreso y la erradicación de la pobreza del mundo. Llegarán a decir también que se dieron cuenta tarde de las desigualdades del mundo, mientras siguen fugando su dinero a paraísos fiscales. La respuesta de ellos podrá ser, al igual que ciento cincuenta o un año atrás, la filantropía, la financiación de proyectos innovadores “con impacto social” o “con visión de género y en contra de la pobreza”. También podrán prometer que el progreso que nos ofrece la tecnología tarde o temprano va a llegar.

Sin embargo, esa idea es muy conservadora. Supone que tenemos que esperar que el cambio también lo produzcan ellos desde sus empresas y nosotros no podemos hacer nada colectivamente desde nuestros lugares o a través de la política.

Pero sí podemos hacer algo. Politizar la tecnología, hablar de soberanía, reclamar y ocuparnos del destino de nuestros datos, desarmar el sentido común de los grandes poderes, son caminos que hoy tenemos a mano. La tecnología podrá ayudarnos, incluso podrán hacerlo las plataformas pensadas de una manera distinta, abierta y democrática. En todo caso, se trata de cambiar la lógica y pensar que ellas no son ni imprescindibles ni inevitables. Que nosotros podemos construir nuestras propias tecnologías, con sentido político, que significa hacernos las preguntas de siempre, que siguen siendo las más importantes: quién las controla, para qué. Pero, sobre todo, quiénes ganamos y perdemos con ellas.

 

Enero de 2017.

 

[1] En noviembre de 2017. La entrevista fue realizada en febrero de 2017.

[2] Las iniciativas pueden verse en www.smarcat.gencat.cat, www.decodeproject.edu, startups.catalonia.com, accio.gencat.cat, entre otros.

[3] “Barcelona: smart city revolution in progress”, Financial Times, 26 de octubre de 2017.

0 Veces compartido
También te puede interesar