La pandemia tecnológica: entre la vigilancia total y la educación ciudadana

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Las tecnologías de seguimiento y vigilancia serán aliadas de los gobiernos hasta encontrar una vacuna contra la Covid-19. Los riesgos del control total y los antídotos que podemos aplicar.

Por Natalia Zuazo (*)

Todavía hoy, la segunda semana de abril de 2020, no sabemos dónde está la salida a la pandemia. Encerrados en casa (los que podemos), todavía no vemos la otra orilla pero estamos obligados a nadar, como en una pesadilla de pies atados. Con cuatro fármacos en estudio por parte de la Organización Mundial de la Salud y distintos proyectos de vacunas que podrían tardar -en el mejor de los casos- de un año y medio a dos, la certeza por ahora es la espera. La segunda certeza es que hasta que las soluciones médicas lleguen, el uso de la tecnología aumentará.

La tecnología ya se incrementó en nuestras rutinas (trabajamos, estudiamos, festejamos cumpleaños y tomamos clases con ella), espacios donde ya estaba naturalmente pero en menos escala. Pero también ocupará espacios menos visibles en relación con la pandemia: los espacios privados, públicos y hasta nuestros propios cuerpos verán un salto en los dispositivos que se propondrán para controlar el virus. En tiempos normales, ese avance requeriría debates públicos, por ejemplo, presentar una ley para que todos llevemos una aplicación, una pulsera o un chip de medición de temperatura conectado al sistema de salud, o un debate público colectivo donde distintos actores discutan cuán intensivo debe ser el incremento de la recopilación de datos sensibles, cuáles de ellos, por cuánto tiempo, para luchar contra la enfermedad. En tiempos normales, discusiones, instituciones y regulaciones entrarían en escena. Sin embargo, preocupados como estamos por no contagiarnos, por cuidar a quienes queremos y por las otras consecuencias de la pandemia (sólo para empezar, por los 195 millones de empleos que la Organización Internacional del Trabajo calcula que se perderán en el mundo), tiene sentido dar aceptar en los términos y condiciones de alguna de las aplicaciones que empresas o gobiernos –o ambos en cooperación- nos comenzarán a ofrecer (o imponer) para monitorearnos y ayudar en la crisis.

Este presente donde la excepcionalidad puede producir un gran salto en las reglas de la tecnología y la salud -y sus consecuencias en la privacidad-necesita que analicemos esas aplicaciones y herramientas tecnológicas que se nos presentarán como las soluciones a la crisis de la Covid-19. De otra manera, se sumarán como un nuevo capítulo del solucionismo tecnológico con su mantra que ya conocemos: “Compre la tecnología ahora, pregúntese sobre sus consecuencias después”.

 

En caso de epidemia, cree una app

Desde que se declaró primero la epidemia y luego la pandemia de la Covid-19, los distintos gobiernos del mundo y de América Latina fueron aplicando medidas de aislamiento social o “cuarentenas”. Las decisiones fueron en cada caso distintas, discutidas y heterogéneas. Mientras que la Argentina declaró que todos debían quedarse en sus casas el 20 de marzo, en Brasil el Presidente Jair Bolsonaro todavía sigue concurriendo a actos públicos y fueron los gobernadores estaduales los que fueron determinando el confinamiento de sus poblaciones como medida sanitaria. Mientras que Chile y Ecuador lo hicieron con toques de queda y estados de excepción, otros países sólo cerraron fronteras y enormes territorios como México determinaron controles aleatorios en vuelos y cruceros. La lista de similitudes podría continuar. Ahora sí, en lo que todos estuvieron de acuerdo al momento del combate contra la enfermedad fue en la creación y aplicación de tecnologías: todos los países desarrollaron rápidamente aplicaciones tecnológicas para el coronavirus.

En América Latina, las primeras aplicaciones se centraron en tres objetivos: la difusión de información oficial y cuidados sobre la enfermedad (también presentes en sitios y redes sociales de gobierno), la autoevaluación o testeo de síntomas y eventual asistencia ante el contagio, y sistemas de contacto con las autoridades sanitarias. Algunas apps sumaron alertas y comunicados oficiales. Varios países también desarrollaron plataformas propias -o incluyeron dentro de la información- portales, sitios o chatbots para “luchar contra la desinformación”, ante el crecimiento de la circulación de videos, memes y noticias falsas durante la pandemia, e incluso de aplicaciones maliciosas que proliferaron con la crisis.

Luego o en paralelo del lanzamiento de las aplicaciones, varios países sumaron acuerdos con operadores de telefonía móvil para identificar a las personas en sus movimientos diarios, más limitados durante los aislamientos. En Perú, el Ministerio de Salud anunció la aplicación de un “martillo tecnológico” para registrar, mediante las antenas telefónicas instaladas en el país, a razón de una vez por hora, las personas agrupadas en cada zona. El objetivo, según las autoridades, es evitar las aglomeraciones para asegurar el distanciamiento social. En la Argentina, Movistar, del grupo Telefónica, anunció la elaboración diaria de un “índice de movilidad ciudadana”, en conjunto con la universidad pública de San Martín, con el objetivo de “medir el nivel de movilidad aproximado de habitantes del país y su relación con la propagación de la Covid-19”. Los datos, basados en 10 millones de celulares, comenzaron a ser un insumo cotidiano del Gobierno nacional para tomar decisiones en base a movimientos de la población. En España, uno de los países más afectados del mundo por la pandemia, el local Telefónica y otros siete operadores de telecomunicaciones acordaron ofrecer los datos de localización de sus usuarios de teléfonos móviles para “facilitar el seguimiento de la expansión de coronavirus”.

A nivel internacional, tanto Google (a través del Covid-19 Community Mobility Reports) como Apple (con Mobility Trends) y Facebook (bajo su proyecto Data for Good) empezaron a compartir públicamente los datos de movilidad que registran todos los días de cada uno de nosotros. A través de esos datos, pudimos ver que las personas de todo el mundo estamos cumpliendo las medidas de encierro con un alto acatamiento. También, que el nivel de detalle que recaban de la población puede incluso registrar la salida a parques y farmacias, medirse por día y por hora, lo que nos confirmaba que estas plataformas serían esenciales para diseñar cualquier plan de vigilancia masiva de la pandemia. Y que el Estado totalitario digital no es propiedad de China o las autocracias tecnocráticas orientales, sino que a veces se hace llamar Data for Good para confundirnos.

Además esos dueños de internet con millones dedicados al marketing positivo como Google o Facebook, otras compañías conocidas por sus prácticas de explotación de datos también aprovecharon la oportunidad para volver a involucrarse en proyectos durante la pandemia, entre ellas la israelí NSO Group, y las norteamericanas Clearview AI y Palantir. En el caso de la última, luego de numerosos escándalos por colaborar con gobiernos ayudando con sus tecnologías a espiar ciudadanos, el diario británico The Guardian reveló que ya estaría trabajando en el entrenamiento de herramientas de inteligencia artificial con datos de salud sensibles y reales de pacientes hospitalizados en el sistema público del país europeo. Las crisis, como señala Naomi Klein en La Doctrina del Shock, son esos momentos donde las industrias privadas –aun las que no hubieran podido asomarse en tiempos normales- emergen para beneficiarse.

 

La salida tecnológica

La siguiente etapa de la pandemia en relación con la tecnología serán las aplicaciones para la salida y flexibilización de los aislamientos sociales. Con la ayuda de las grandes plataformas tecnológicas, en los próximos meses, todos los países del mundo (que ya no cuentan con una) desarrollarán aplicaciones para hacer un seguimiento epidemiológico de las personas. En el medio estarán nuestros cuerpos y nuestros datos.

La base del funcionamiento de estas aplicaciones será el “rastreo de contactos”. El contact tracing es una herramienta sanitaria que se utiliza desde mucho tiempo para otras enfermedades (recientemente, para el Ébola en África en 2014). Consiste en preguntar a los pacientes infectados con qué otras personas estuvieron en contacto en el último tiempo y realizarles también a esos individuos un seguimiento durante 21 días posteriores. Si en ese tiempo desarrollan síntomas de la enfermedad, se las aísla y se las trata. En América Latina también se puso en práctica, por ejemplo, para los ciudadanos de Argentina que volvían de alguno de los países donde el virus ya había avanzado con más rapidez: además de indicarles un aislamiento obligatorio de 14 días (el periodo de incubación del Covid-19), se les practicaba un rastreo de otras personas con las que hubieran tenido cercanía.

En el caso de la pandemia actual de coronavirus, el rastreo se implementó desde un principio y resultó de gran ayuda en Taiwán, Singapur, Corea del Sur e India, entre otros lugares. En el caso de Singapur, la aplicación Trace Together desarrollada por Gov Tech, su ministerio de Tecnología, se convirtió un modelo a seguir por otros países como Chile, Estados Unidos y Nueva Zelanda, que mostraron interés en replicarla luego de que el país asiático liberó el código el 10 de abril.

¿Cómo funciona la app, que parece ser el modelo a seguir por muchos de los países para encarar la etapa de “des-confinamiento”? Una vez que las personas se descargan la aplicación (voluntariamente), deben activar el Buethooth del teléfono. El móvil emite, cada determinado tiempo, códigos encriptados, lo cual garantiza –en principio- que se respete el anonimato de las personas, al no relacionar el aparato con el nombre u otro dato del emisor. Si alguien se infecta con la Covid-19, las autoridades sanitarias le pedirán (en ese caso obligatoriamente) descargar y activar la app para emitir códigos y avisar que está infectada ahora. Pero, sobre todo, para alertar retroactivamente a las personas con las que intercambió códigos durante los últimos 14 días en cualquier lugar en el que se haya cruzado por un tiempo: un subte, un negocio, un parque, una oficina o el gimnasio. Desde la app, llegaría un mensaje: “Estuviste en contacto con alguien que dio positivo de coronavirus. Por favor, contáctate con la autoridad sanitaria al siguiente número para hacerte un test y mientras tanto aíslate”. De esa manera, esas personas deben automáticamente confinarse otra vez en sus casas. La razón es que, al haber tenido algún contacto con un enfermo del nuevo virus, pueden desarrollar síntomas en los próximos días y, por lo tanto, deben evitar salir a la calle y seguir propagándolo.

Por el momento, los gobiernos de Europa y algunos de América Latina trabajan en los detalles técnicos de estas iniciativas. Alemania lidera la alianza Rastreo Paneuropeo de Proximidad para Preservar la Privacidad (PEPP, por sus siglas en inglés), una iniciativa común de todos los países del continente para que, además, todas las aplicaciones que desarrollen los gobiernos luego sean interoperables, es decir, que puedan funcionar más allá de las fronteras. La española Carmela Troncoso, ingeniera en telecomunicaciones especialista en privacidad en la Escuela Politécnica Federal de Lausana, que lidera el equipo de 20 personas del PEPP, explica el objetivo del proyecto: “La app intenta darte una pista de que puedes llegar a tener síntomas en el futuro. Te dice que has estado en contacto con alguien que ha dado positivo. Así que en vez de esperar a tener síntomas puedes hacer algo en ese momento, como quedarte en casa o contactar con el médico. Esto es lo que la tecnología puede hacer: no puede hacer una vacuna”. Y se adelanta, con pragmatismo, a las críticas: “Esto no va a curar el coronavirus. Pero parece que la solución sin rastreo de contactos no está sobre la mesa. Si me hubieras preguntado por rastreo sí o no hace un mes, hubiera dicho ‘no sé’. Ahora no tenemos la opción de no tenerlo. La cuestión es qué tipo de rastreo tendremos, cuánto va a respetar nuestros derechos fundamentales”.

El punto al que refiere Troncoso es uno de los más críticos, especialmente a la luz de la rapidez del desarrollo de esta historia, que va casi tan rápido como el contagio del virus en el mundo. Cuando Singapur con su aplicación se había convertido en el modelo a seguir por muchos países del mundo, el país tuvo que retomar la cuarentena. La realidad mostraba que, aunque era efectiva, Trace Together había sido descargada por el 20 por ciento de sus habitantes. Fue unos días después (el 11 de abril de 2020, anoten la fecha) cuando se conoció la alianza entre Apple y Google para desarrollar una plataforma conjunta e interoperable que haría que el 99 por ciento de los smartphones del mundo puedan “mandar” sus apps a los usuarios. La solución, que ya está en marcha, sería potencialmente radical, porque ya no implicaría que los usuarios elijan descargar o no las aplicaciones de seguimiento, sino que éstas se “pre-instalarían” y cada gobierno definiría el protocolo del tratamiento de los datos personales, hasta qué fecha duraría en el teléfono y los acuerdos con los operadores locales de telefonía móvil, entre otros detalles.

El consenso general parece ser el siguiente: Si el móvil es una tecnología que el 65 por ciento de las personas del mundo lleva en su bolsillo (y en regiones como Europa o América del Norte llega a más del 80 por ciento), entonces recurramos masivamente al móvil con dispositivo para controlar la salida del aislamiento mientras los científicos encuentran la vacuna.

En varios países del mundo las aplicaciones de proximidad dieron resultado, por supuesto, combinadas con el resto de las medidas sanitarias que recomiendan los expertos. Su utilización no es una mala idea. De lo contrario, estaríamos destinados a vivir en una cuarentena permanente hasta el momento en que se halle la vacuna, con las implicancias psicológicas, económicas y médicas que eso supone. Sin embargo, hay que advertir que, al mismo tiempo que supone una solución para estos problemas, también supone otros riesgos.

 

¿Un boomerang?

En la última década, el avance de las empresas de tecnología ubicó a sus dueños entre los multimillonarios de la revista Forbes y convirtió a nuestro paisaje digital en un mapa dividido entre potencias monopólicas. Con tanto poder, también las empresas cometieron abusos: experimentos de manipulación de las emociones de usuarios, una red de vigilancia mundial entre empresas y gobiernos para espiar a cada ciudadano del mundo, investigaciones periodísticas demostrando cómo empresas privadas aprovechaban plataformas masivas para obtener datos de usuarios con fines electorales, escándalos sexuales repetidos, y cientos de casos más. Luego de las revelaciones de espionaje masivo de Edward Snowden en 2013, de la investigación por el caso Cambridge Analytica en 2018 y varias protestas de empleados de grandes empresas tecnológicas por proyectos firmados en secreto con distintos gobiernos, se había comenzado el camino hacia un “backlash”, es decir, una reacción contraria a esa prepotencia de una industria que parecía no tener límites. Los movimientos por una tecnología que incluyera la “ética” (palabra que la propia industria empezaba a introducir en su comunicación)  estaban avanzando. La pandemia de la Covid-19, al parecer, no sólo pondrá ese movimiento en pausa. En vistas del estado de crisis y excepción sanitaria que hoy nos toca vivir, las cosas podrían volver atrás.

Del lado de las advertencias más duras, el escritor Yuval Harari afirma que la epidemia podría marcar un hito importante en la historia de la vigilancia. Por un lado, -dice- podría legitimar y normalizar el despliegue de herramientas de vigilancia masiva de países que hasta ahora las han rechazado. Por el otro, normalizar la transición hacia tecnologías de vigilancia “bajo la piel”, es decir, las biométricas, que van desde las del reconocimiento facial hasta las de la toma de temperatura o presión con dispositivos en nuestro propios cuerpos. Según él, la excusa será el estado de excepción que la situación amerita, que propondrá descartar la privacidad en favor de la salud. Sin embargo, advierte que la excepción siempre podrá ser reemplazada por otra nueva, con lo que será, más bien, una dicotomía falsa. El filósofo coreano Byung Yul-Han piensa en la dificultad de resistir la imposición del Estado policial digital chino, con su sistema de crédito social en el que los proveedores de telefonía móvil cooperan directamente con datos sensibles y el país cuenta con 200 millones de cámaras de reconocimiento facial en monitoreo constante.

Sin embargo, el camino del proyecto europeo PEPP, que recoge la experiencia de su nueva Reglamentación General de Datos aplicada en 2018 en su concepción de anonimizar los datos de rastreo y recolectar la mínima cantidad posible de información, nos muestran que ya hay otros recorridos. Sí: algunos insistirán con que el modelo de China, hipervigilado, sería exitoso porque allí se logró la reducir la enfermedad, pero como dice la periodista y escritora Marta Peirano, en tiempos incertidumbre buscamos la certeza de un modelo aunque implique abrazar el autoritarismo. También hay que recordar que en otros países donde se aplicó tecnología en fases iniciales, como Corea del Sur o Alemania, también se gestionó la pandemia con mascarillas, información contrastada, testeos y responsabilidades de cuidados propias de gobiernos democráticos. Y que en Estados Unidos la vigilancia digital también existe, bajo un modelo liberal que se esconde en la microsegmentación de las redes sociales más que en el sistema de puntaje del crédito social chino.

El riesgo está planteado. La pandemia va a implicar un nuevo reparto en la relación con la tecnología y la vigilancia. Todavía estamos en las primeras páginas de la historia, transitando un cambio que nos va a dejar en algún lugar distinto respecto de nuestras libertades tal como las conocíamos y en ese cambio la tecnología va a tener protagonismo. Pero sabemos que tenemos algunas herramientas para enfrentarlo mejor.

 

Los antídotos

En primer lugar, las experiencias previas respecto del uso excesivo o ilegal de tecnologías digitales para espiar a las personas son el primer antídoto para defendernos de una nueva avanzada a nuestros derechos. Luego del 11 de septiembre de 2001, a partir de los atentados a las Torres Gemelas y luego otros ataques terroristas en el mundo, distintos gobiernos comenzaron a recopilar grandes bases de datos de los ciudadanos con la excusa de luchar contra el enemigo escondido en el próximo ataque. Primero Julian Assange y Wikileaks y luego Edward Snowden revelaron que, tras esas excepciones se había realizado un espionaje ilegal sistemático de personas en todo el mundo. Dos años atrás, otro hecho, la investigación de Carole Cadwalladr sobre los manejos de Cambridge Analytica y Facebook dejó al descubierto que las prácticas de violación y uso de datos seguían sucediendo. El tema llegó a todos los medios del mundo e incluso a audiencias en el Congreso norteamericano y el Parlamento inglés. Hoy, los políticos y los funcionarios ya no pueden evitar hablar del cuidado de los datos personales: la cuestión es un tema público.

En segundo lugar, las autoridades de datos personales deben jugar un rol fundamental, y si así no lo hacen, debemos pedirlo. Desde 2018, la Unión Europea tiene un nuevo Reglamento General de Datos Personales en Aplicación. Países como Argentina, Uruguay y Brasil tienen leyes específicas de datos personales, en las que también se distingue a los datos de salud como sensibles, es decir, que requieren un tratamiento aún más cuidadoso que otros datos personales. Para otros países de América Latina como Perú, Colombia, México y Chile, la Red Iberoamericana de Datos Personales recopiló recientemente qué tratamiento debe darse a la información que deba ser tratada ante el coronavirus Covid-19. En muchos de esos casos, las autoridades de datos colaboran con los ministerios de Salud locales. Y en donde no lo hagan, es su función hacerlo desde el inicio de cualquier iniciativa de salud, allí donde se necesita definir qué datos son necesarios.

En tercer lugar, deben considerarse una serie de cuidados para los derechos fundamentales de las personas que señala la abogada e investigadora chilena María Paz Canales, directora de la organización Derechos Digitales, y que también comparte en sus recomendaciones la Electronic Frontrier Foundation. Entre ellos: establecer por cuánto tiempo o el plazo de acceso y uso a los datos sensibles y por parte de qué órganos del Estado, quién estará a cargo del acceso a esos datos, quién y cómo los va a eliminar de las bases de datos cuando no se necesiten más, qué medidas de seguridad se van a utilizar para resguardarlos, qué medidas de control y sanción se van a aplicar si algo de esto no se cumple.

El 19 de abril de 2020, los científicos informáticos, de datos y privacidad trabajando en el proyecto Paneuropeo, el más cercano a respetar estándares de derechos humanos, enterados de la centralización propuesta por Apple y Google, emitieron un comunicado conjunto, con una serie de advertencias estrictas. Al final del mismo, advirtieron: “El uso de aplicaciones de rastreo de contactos y los sistemas que las soportan deben ser voluntario, utilizado con el consentimiento explícito del usuario y los sistemas deben ser diseñado para poder apagarse y eliminar todos los datos cuando la crisis actual termine”.

Por último, cuando se estén desarrollando las aplicaciones por parte de los gobiernos, está claro que no debe crearse la falsa dicotomía entre “salud o privacidad”. Las personas tenemos derecho a ambas cosas. Los derechos deben sumarse. Para eso, una fórmula útil es generar reglas de privacidad por diseño. Estas son algunas de las preguntas que la ACLU (American Civil Liberties Union) sugiere hacer para las herramientas tecnológicas de localización de la Covid-19: “¿Cuál es el objetivo? ¿Qué datos usa? ¿Son anónimos o información de identificación individual?  ¿Los datos representarán de manera insuficiente o errónea a las personas de color o las comunidades de bajos ingresos de una manera que podría conducir a resultados perjudiciales, como un acceso inferior a la atención médica o la vigilancia excesiva? ¿Quién obtiene los datos? ¿Tiene el gobierno acceso a los datos sin procesar, se comparte solo con entidades de salud pública como académicos u hospitales o permanece en manos de la entidad privada que los recopiló originalmente? ¿Cómo se usan los datos? ¿Cuál es el ciclo de vida de los datos?”

Las preguntas pueden ser más, pero si pudiéramos, en el caso de cualquier aplicación, responder estas preguntas públicamente, además de estar más seguros sanitariamente, lo estaríamos colectivamente. Recordemos que uno de los avances más recientes de las discusiones por hacer más transparentes las decisiones sobre el poder de la tecnología es la capacidad de “la explicabilidad de las decisiones”. Es decir, que cualquier persona, con independencia de su conocimiento técnico, pueda entender cómo funciona una tecnología que se le pide usar. Eso es un derecho hoy de la ciudadanía digital. Por lo tanto, si no se cumple, podemos reclamarlo.

En definitiva, las soluciones tecnológicas contra la pandemia nos tendrán como protagonistas a nosotros, las personas que ya hace décadas que usamos internet y teléfonos móviles. En este tiempo, aprendimos que además de usar y consumir tecnologías pasivamente, también nuestras acciones colectivas en y a través de ellas pueden ayudarnos a ejercer nuestros derechos. Hace dos meses, no sabíamos nada de una nueva enfermedad. Hoy, en plena pandemia, estamos aprendiendo del poder colectivo que tiene quedarnos en casa para colaborar a achatar la curva de contagios, y en muchos casos hacerlo con éxito. Eso significa que nuestra voluntad también cuenta.

(*) Periodista y politóloga argentina. Directora de Salto Agencia. Autora de Guerras de internet y Los Dueños de internet. Investigadora Asociada de la Asociación por los Derechos Civiles (ADC).

Nota publicada originalmente en Ojo Público.

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